miércoles, 20 de mayo de 2009

Por Sergio Pitol.

I
En México, la primera gran batalla por el libro y su defensa la sostuvieron los liberales del siglo XIX; fue ardua y constante. En especial se debe citar a Ignacio Manuel Altamirano y a Justo Sierra. Pero el apóstol del libro de más altos alcances que ha conocido nuestro país ha sido José Vasconcelos, quien en el siglo pasado, de 1921 a 1924, casi inmediatamente después de la Revolución mexicana, durante su cargo como Secretario de Educación en el periodo presidencial de Álvaro Obregón, transformó todos los espacios culturales de la nación. José Vasconcelos era un hombre de ideas intensamente viscerales. Sin embargo, de ninguna manera le estorbaron para realizar el programa de cultura que delineó cuando fue designado Secretario de Educación. Un programa que, sin eufemismos, puede uno considerar como titánico. Por sólo ese periodo de prodigios podría su nombre pasar a la historia. La notable reforma educativa y el renacimiento cultural que emprendió estuvieron siempre, en su momento y aun durante muchos años después, cercados por la incomprensión, minados por la suspicacia, la envidia y el recelo de los mediocres. Sin embargo, su energía se impuso. Para lograrlo, se rodeó de todos los escritores de talento del país, igual los comprometidos con sus ideales educativos que los empeñados en el culto de formas que él no admiraba, así como de músicos, pintores y arquitectos de todas las edades y tendencias, aun de aquellas que admitía no comprender, o que abiertamente no compartía. En ese sentido fue absolutamente ecuménico. Con él se iniciaron casi todos los escritores que conformaron nuestra vanguardia literaria, y se pintaron, ante el pasmo horrorizado de la gente de orden y razón, los primeros murales. Llamó a todos los artistas a colaborar con él y no los convirtió en burócratas. Y ya en sí eso es un milagro.

Se ha escrito ampliamente sobre la Cruzada educativa y cultural de Vasconcelos. Me conformo con citar unas líneas de Daniel Cosío Villegas, un intelectual a quien caracterizaba el escepticismo, y aun cierta frialdad hacia sus pares:

Entonces sí que hubo ambiente evangélico para enseñar a leer y escribir al prójimo; entonces sí se sentía en el pecho y en el corazón de cada mexicano que la acción educadora era tan apremiante como saciar la sed o matar el hambre. Entonces comenzaron las grandes pinturas murales, monumentos que aspiraban a fijar por siglos las angustias del país, sus problemas y sus esperanzas. Entonces se sentía fe en el libro, y en el libro de calidad perenne…

II

En una obra de Mijaíl Bajtín leí una aseveración en que pocos han reparado. Dice este excepcional teórico ruso que el más grande don que el mundo nos ofrece al nacer es una lengua acuñada, desarrollada y perfeccionada por millares de generaciones anteriores. Hemos, los humanos, recibido la palabra como una herencia mágica. Uno sabe quién es solamente por la palabra. Y nuestra actitud ante el mundo se manifiesta también por la palabra. La palabra, tanto oral como la escrita, es el conducto que nos comunica con los demás. Le permite salir a uno de sí mismo y participar en el convivio social.
Y el escritor español Pedro Salinas en uno de sus ensayos sobre lingüística declara: "El hombre hizo el lenguaje. Pero luego, el lenguaje con su monumental complejidad de símbolos, contribuyó a hacer al hombre; se le impone desde que nace". La filosofía, la historia, todas las disciplinas del saber, son productos del lenguaje. Pero hay una que establece con él una relación especial, y ésa es la literatura; es, desde luego, hija del lenguaje, pero también es su mayor sostén; sin su existencia el lenguaje sería gris, plano, reiterativo. Es la literatura la que lo alimenta, lo transforma, lo castiga a veces, pero le otorga una luminosidad que sólo ella es capaz de crear.
La literatura, como toda rama de la cultura, no conoce límites; su territorio es inconmensurable, y a pesar de todos los esfuerzos que se haga no podrá conocer más que una porción minúscula de aquel inmenso espacio.
En la zona donde yo me muevo mejor, la novela, el lector tiene la posibilidad de viajar por el espacio y también por el tiempo y conocer el mundo y sus moradores por su presencia física tanto como en su interioridad espiritual y psicológica. Leer es conocer Troya a través de Homero, y el periodo napoleónico por Stendhal, el surgimiento triunfal del mundo burgués en la Francia de la primera mitad del siglo XIX, por Balzac, y todo ese mismo siglo en España, cargado de múltiples peripecias por Pérez Galdós, las condiciones sociales de la Inglaterra victoriana por Dickens, la épica escocesa por Walter Scott y el sofocado mundo colonial británico por Joseph Conrad. Sabemos lo que sucedía en el México de Santa Anna por Inclán y en el de la Revolución a través de Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos y Mariano Azuela, y de esa manera, por la novela, podemos vislumbrar muchos, muchísimos fragmentos del mundo, los que queramos, no sólo las situaciones histórico-sociológicas en un país y una época determinados, sino además las modulaciones del lenguaje, y el acercamiento a las artes plásticas, a la arquitectura, a la música, a los usos y costumbres, al imaginario de ese espacio y ese tiempo que elegimos.
Leer es uno de los mayores placeres, uno de los grandes dones que nos ha permitido el mundo, no sólo como una distracción, sino también como una permanente construcción y rectificación de nosotros mismos. Reitero la invitación, casi la exhortación, de mantenerse en los libros, gozar del placer del texto, acumular enseñanzas, trazar una red combinatoria que dé unidad a sus emociones y conocimientos. En fin, el libro es un camino de salvación. Una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda.


III

Hace unos años, 15 tal vez, en un simposio literario una persona pasó a la tribuna y declaró rebosando de felicidad que el libro era ya un objeto obsoleto, que tenía sus días contados, que la sociedad actual podría evitar las molestias de su frecuentación, puesto que la Internet le resolvería cualquier necesidad de entretenimiento e información. La Internet, nos asestó en varias ocasiones, es el vehículo cultural del presente. Su aparición reviste la misma importancia que el descubrimiento de Gutenberg en su época. Las bibliotecas se transformarán en oficinas y viviendas. Los poetas no le son ya necesarios a nadie.
Por fortuna ese ignorante se equivocó. Las ferias del libro en México, en nuestro continente y en toda Europa han repuntado de una manera impresionante. Las librerías se multiplican en nuestro país. Sabemos que por largo tiempo el libro no decaerá, no por el uso de la Internet sino por lo contrario, ambos son susceptibles a potenciar los efectos de uno a los otros.
Parecería que el eco de Vasconcelos está volviendo a sus orígenes.

IV

La palabra libro está muy cercana a la palabra libre; sólo la letra final las distancia: la o de libro y la e de libre. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber (libro), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad y exalta la imaginación. Ha habido libros malditos en toda la historia, libros que encarcelan la inteligencia, la congelan y manchan a la humanidad, pero ellos quedan vencidos por otros, los generosos y celebratorios a la vida, como El Quijote, La guerra y la paz, de León Tolstoi, las novelas de Pérez Galdós, todo Dickens, todo Shakespeare, La montaña mágica de Thomas Mann, los poemas de Whitman, los ensayos de Alfonso Reyes y la poesía de Rubén Darío, López Velarde, Carlos Pellicer, Pablo Neruda, Octavio Paz, Antonio Machado, Luis Cernuda y tantísimos más que continúan derrotando a los demonios. Si el hombre no hubiese creado la escritura, no habríamos salido de las cavernas. A través del libro conocemos todo lo que está en nuestro pasado. Es la fotografía y también la radiografía de los usos y costumbres de todas las distintas civilizaciones y sus movimientos. Por los libros hemos conocido el pensamiento sánscrito, chino, griego, árabe, el de todos los siglos y todas las naciones.
La Biblioteca del Universitario creada por la Universidad Veracruzana le abre al estudiante las puertas del conocimiento del mundo y también a sí mismo.

La Biblioteca del Universitario es una colección de textos considerados como clásicos de la literatura universal, que pretende formar estudiantes más cultos y mejores seres humanos.

LEER EN TIEMPOS DE CRISIS

Por Manuel Fernández Cuesta (tomado de EL PAÍS).


Los libros gozan de buena salud en plena recesión. Pero ¿deben limitarse a ofrecer una forma barata de ocio y evasión privados? No. Leer es el paso del yo al nosotros, clave en la forja de una identidad colectiva.

Confiemos, por una vez, en las estadísticas. En nuestro país ha crecido, repiten los datos oficiales, la comunidad lectora. Esta afirmación, por sí sola, debería ser motivo de satisfacción tanto para la industria del libro, necesitada de ampliar su cuota de mercado, como para los diferentes poderes públicos, deseosos de contar, sin duda, con una ciudadanía atenta, sensible y consciente.

Las reiteradas campañas de fomento de la lectura pretenden que lo hagamos de manera alegre y gozosa, divertida y espontánea, dando por sentado que el hecho físico e intelectual de leer, con independencia de la calidad, es un valor esencial de la democracia, un nuevo activo ciudadano comparable a la igualdad o a la tolerancia ante la diversidad.

Las acciones gubernamentales de impulso del hábito son genéricas, transversales, y no especifican o promueven materias concretas, títulos o escritores. Lo contrario sería, en los regímenes democráticos, una violenta intromisión en la autonomía de la voluntad, un atentado a la libertad de pensamiento, elección y empresa. Lea, repite el ministerio correspondiente, lea. El contenido ya lo decidirá usted -si puede y le dejan- actuando con su fuerza de cliente responsable (sic) sobre la inmensa y apetitosa oferta editorial.

Extender la cultura, sin proponer una definición de la misma, al cuerpo social a través de los libros preside las intenciones de la Administración, intenciones secundadas, con natural empeño, por las compañías productoras. Sin embargo, la lectura moderna, el modo contemporáneo de aproximación a las obras, es asumida por una parte mayoritaria de la ciudadanía -impulsada por estas campañas y el recuperado prestigio de la letra impresa- como un intento de recreación de la imaginaria “vida interior” (perdida ante la permanente exposición pública del mundo del trabajo), recreación artificial que cubriría un espacio vacío dentro del dominio de la individualidad. En resumen, una alternativa más de ocio privado ofrecido por la insaciable sociedad del espectáculo.

Sabido es que la lectura es una actividad individual. Un acto íntimo provocado por la relación entre el sujeto y el libro. Pero si esta acción no influye en el discurso colectivo dominante, si el trato con las imágenes, personajes, símbolos, sensaciones e ideas no genera crítica social y, por extensión, no facilita la participación juiciosa de la ciudadanía en los asuntos públicos, el hecho en sí quedará relegado a la mera intimidad, convirtiendo el ejercicio en una especie de autismo semántico o superflua exaltación de la subjetividad: un entretenimiento fugaz. Leer es el paso (necesario) del yo al nosotros. Un salto necesario para la profundización de la identidad colectiva.
Trascender, en aras de la participación, ese instante de intimidad que la lectura conlleva es una de las aspiraciones de toda comunidad lectora, de cualquier comunidad democrática. Es por esta razón que, superado el momento de soledad y concentración, esos minutos de introspección cada vez más escasos teniendo en cuenta el ruido reinante, la prolongación de las jornadas laborales y la convulsa vida en las sociedades occidentales, se impone el acercamiento de lo leído y experimentado al relato común, a la construcción múltiple, contra el pensamiento único, del sentido.

O la polis interpreta a sus clásicos y contemporáneos con sentido crítico y práctico, extrayendo consecuencias de sus miradas, o el individualismo, uno de los dogmas refutados en esta impredecible crisis neoliberal, seguirá articulando todas las respuestas posibles. Lee y difunde, se decía años atrás, cuando las palabras encadenadas influían. Los éxitos editoriales circulan de boca a oreja, se repite ahora.

Impulsado el libro, desde el siglo XIX, bajo la imaginaria entidad de capital cultural circulante, las obras adquieren su verdadero valor, su valor de uso y cambio, cuando las proposiciones e interrogantes que plantean -sean narración, ensayo o poesía- forman parte de los intercambios democráticos e integran el discurso activo del cuerpo social. Si Juan Marsé, Belén Gopegui, Isaac Rosa, Alejandro Gándara, Almudena Grandes o Antonio Muñoz Molina, por citar novelistas actuales, no consiguen generar una sociedad más reflexiva, si no sirven a los lectores -acostumbrados a leer sin modificar el escenario- para asaltar los cielos y cambiar los cimientos de la razón hegemónica, ¿cuál es su función? ¿Cuál será, en la sociedad posindustrial, la labor del escritor? ¿Agitar o entretener? ¿Impulsar o sedar? Los más respetuosos dirán: ambas. Para viajar alrededor de la equidistancia no hace falta tanta alforja de papel.

Con la llegada de esta crisis, que algunos llaman sistémica (estructural, crisis del modelo de producción) y otros se limitan a calificarla como la más grave (coyuntural, crisis del modelo de gestión) desde la fundación del actual orden mundial en el fastuoso complejo hotelero Mount Washington en Bretton Woods (julio, 1944), el sector editorial ha lanzado su valiente premisa y construido su particular storytelling: el libro será uno de los valores refugio del pequeño consumo. Disminuye la demanda, se sostiene, y la recesión es un hecho empírico, pero la lectura se mantendrá firme -y la industria sufrirá menos que otras, pese a los previsibles reajustes- ya que los consumidores no podrán pasar sin su dosis cotidiana de letra impresa, sin su compulsivo y organizado ocio lector. Respiremos tranquilos. El optimismo cultural nos hará libres.

Estos días, parece, vuelven a las librerías textos del vilipendiado Karl Marx. Keynes y Galbraith son rescatados -zombis altaneros y polvorientos- de los almacenes. A tenor de estas reediciones -aceptando que esta sorprendente premisa sea cierta-, en épocas de crisis vuelven las respuestas conocidas, aquellas que fueron olvidadas por la arrolladora presencia, casi militar, de la producción teórica y literaria de los thinks tanks neoliberales. Pero las claras exposiciones históricas, sociológicas o políticas de analistas como Eric Hobsbawm, Vicenç Navarro, Immanuel Wallerstein, Giovanni Arrighi, José Manuel Naredo, Slavoj Zizek, Zygmunt Bauman o Terry Eagleton, por nombrar los más conocidos, no aparecen, como debieran, en el paisaje libresco cotidiano.

Vivimos en uno de los países europeos con mayor índice de fracaso escolar. Sumemos -un rápido cálculo- las horas de permanencia en el puesto de trabajo (el que lo tenga) al tiempo empleado en los desplazamientos. Añadamos a este resultado el promedio de horas, por persona, delante de la televisión (datos ofrecidos por los índices de audiencia), la convivencia con la familia, hijos o amigos, el aseo personal y la intendencia doméstica, urgencias, imprevistos y el obligado sueño. Finalizada la cuenta, pocas horas quedan para la lectura. ¿Cuándo puede el votante medio sumergirse en los clásicos o en las modernas obras de Coetzee, Modiano, Saramago, Doris Lessing, DeLillo, Lobo Antunes, Le Carré o el recuperado y cinematográfico Richard Yates, uno de los creadores que, con más claridad, analizó, años atrás, lo que somos? Malos tiempos, sin duda, para Antonio Gamoneda o Manuel Vilas, valiosos e intensos poetas de diferentes y relacionadas generaciones.

Confiemos, una vez más, en las estadísticas: en España ha crecido la comunidad lectora. Las razones y propuestas que encierran los libros, el punto de vista o la mirada del autor, siguen ausentes del debate, de la escena pública. La formación del gusto -esto es, la tendencia a la uniformidad del sentido e interpretación de acuerdo con los intereses dominantes- y la complacencia de los lectores -hemos pasado, en pocos años, de susurrar en la trastienda de las librerías a la exaltación de lo sentimental, la aventura con apariencia literaria y el bestseller nacional e internacional- parecen ser los ejes cartesianos que delimitan la creación, su actual norma de estilo. Una premisa se alza entre las ruinas del modelo de gestión capitalista: la lectura es, más que nunca, un arma arrojadiza. Un afilado e imprescindible instrumento para afrontar y combatir la inestabilidad, vital y laboral, del presente. La salud de una comunidad -las constantes vitales de una sociedad- se puede diagnosticar, también, analizando la lista de los libros más vendidos.