jueves, 23 de diciembre de 2010

Alvin Toffler y la Globalización.

UN MUNDO DESPREVENIDO

Alvin Toffler. La revolución de la riqueza (2006). Páginas 127, 128.

En 1900 se celebró en París la entrada del nuevo siglo con una Exposición Universal dedicada al progreso, y el periódico Le Figaro, conteniendo apenas el entusiasmo, cacareó: “¡Qué afortunados somos por vivir este primer día del siglo XX!”. Una de las causas del su entusiasmo era el avance del mundo, yal como lo entendían las naciones ricas, hacia la integración económica mudial, un proceso racional que, a través de los cambios territoriales y de las relaciones políticas, haría florecer las economías.

Como los auténticos creyentes de la actual globalización económica, los economistas hablan entusiasmados del modo en que el mundo se ha ido uniendo progresivamente con pernos y grapas. El comercio exterior, en términos porcentuales de la producción mundial, había crecido casi nueve veces entre 1800 y 1900, una parte del cual iba hacia las colonias de Asia y África. Cualquiera que proyectase esas tendencias hacia adelante, habría llegado a la conclusión de que el proceso de globalización económica se habría completado mucho antes del año 2000. Pero las tendencias no duran indefinidamente, al futuro no se llega en línea recta y el mundo no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.

A los catorce años de la Exposición Universal, las “grapas” o “pernos” se soltaron, y el matadero de la Primera Guerra Mundial interrumpió violentamente los flujos del comercio y capital. En 1917 llegó la Revolución bolchevique; en los años treinta, la Gran Depresión; la Segunda Guerra Mundial en 1939.1945; la toma del poder por los comunistas en China, en 1949m ym desde la década de 1940 a la de 1969, las sucesivas descolonizaciones de la India, África y Asia.

Todos esos acontecimientos, junto con la profusión de otros más pequeños y menos visibles, hicieron añicos tratados comerciales establecidos desde mucho antes, estimularon el proteccionismo revanchista y provocaron violencia e inestabilidad, desanimando el comercio transfronterizo, la inversión y la integración económica. En resumen, el mundo atravesó medio siglo de desglobalización.


MÁS CAPITALISTA QUE TÚ

Alvin Toffler. La revolución de la riqueza (2006). Páginas 128, 129.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, con su base industrial intacta, e incluso fortalecida por la guerra, necesitaba mercados para exportar sus productos y, sobre todo, su capital. El mundo estaba hambriento de productos estadounidenses, a menudo los únicos disponibles.

Por otra parte. La tecnología avanzada hacía más barato y fácil servir a mercados más grandes que los mercados nacionales. Convencidas de que la reintegración económica mundial serviría a sus propósitos, al tiempo que fomentaban el crecimiento general de la economía, las élites estadounidenses se dedicaron a crear mercados transfronterizos mediante los que atravesar bienes, capital, información y conocimientos que podían circular nuevamente con un mínimo de fricciones. Y la forma adoptada entonces fue la de una cruzada ideológica por la reglobalización.

En fecha tan reciente como 1990, vastas regiones del mundo seguían esencialmente cerradas al intercambio no conflictivo de bienes, monedas, personas e información. Solo mil millones de personas vivían en alguna forma de economía abierta. Pero hacia 2000, según algunos cálculos, esa cifra había aumentado hasta cuatro mil millones.

Solo China, con más de mil millones de personas, se comprometió con el “socialismo de mercado”, quizá mejor definido como “capitalismo social”, y abrió sus puertas a las fábricas extranjeras, a los productos y al dinero. La Rusia poscomunista alentó la inversión extranjera. La Europa oriental y algunas antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso y Asia Central la siguieron. Buena parte de América del Sur, incentivada por Estados Unidos y liderada por Chile y Argentina, desreguló, privatizó, invitó al capital de Wall Street y se convirtió durante una época en “más capitalista que tú”.

También las monedas, como hemos visto, dejaban progresivamente sus países de origen. Se expandió la dimensión espacial no solo de las empresas gigantescas, de la implantación mundial, sino también de otras firmas pequeñas, incluso empresas de aldeas remotas, fundadas con microcréditos y conectadas a internet, lo que estimuló una vez más el ensueño de una economía mundial plenamente integrada, una economía en la que no quedase fuera de su alcance ninguno de los quinientos diez millones de kilómetros cuadrados de la superficie de la Tierra. Los reglobalizadores estaban encantados.


AUTÉNTICOS CREYENTES

Alvin Toffler. La revolución de la riqueza (2006). Páginas 132, 133, 134.

Hoy día se da una difusa –ciertamente, mundial- controversia sobre los beneficios y costes de una mayor integración transfronteriza. Una cosa está clara: la vida es injusta, y la integración económica y sus consecuencias espaciales no proporcionan un “terreno de juego en igualdad de condiciones” (un concepto metafísico, carente de existencia real).

No hace falta repetir todos y cada uno de los argumentos sobre los costes y beneficios de ampliar la dimensión espacial y las economías en proceso de mundialización. Incluso identificar con precisión los pros y los contras es más complejo de lo que parece. El economista húngaro András Inotai, director general del Instituto de Economía Mundial de Budapest, ha analizado las ventajas y los inconvenientes para los países que se han unido a la Unión Europea. Sus palabras también son aplicables a la integración económica a escala mundial.

En referencia a los dos fundamentos profundos examinados hasta aquí, Inotai señala que “los beneficios y las pérdidas no se distribuyen de manera uniforme en el espacio” y que los resultados “difieren también en el tiempo”. Según observa, las ganancias o pérdidas a corto plazo pueden, a largo plazo, convertirse en lo contrario. Algunos réditos o pérdidas están aquí y ahora; otros están espacialmente aquí, pero no ahora, y hay otros que están ahora, pero no aquí.

De uno y otro lado, estas complejidades se ven reducidas a eslóganes de pegatina. Las publicaciones a favor y en contra de la globalización amenazan con inundarnos: solo el motor de búsqueda Google recoge más de un millón y medio de documentos relevantes. Un estudio de cuarenta importantes periódicos y revistas efectuado en 1991 por Newsweek encontró 158 artículos sobre “globalización”, que en 2000 se habían convertido en 17.638.

Con semejante interés, es fácil señalar los males de la globalización, y lo sigue siendo, de todos estos males. De corrupción, está hasta las cejas. Daños ecológicos ingentes. Descarada represión de los disturbios sociales.

Y, no obstante, estos aspectos negativos han de sopesarse frente al hecho de que China se ha integrado sistemáticamente en la economía mundial y, según The Ecomonist, hacia 2001 había utilizado capital mundial para ayudar a sacar a doscientos setenta millones de campesinos de pobreza extrema.

Pese a todo, las fuerzas a favor de la globalización, con el entusiasmo algo decaído por las críticas y por la actual debilidad de la economía mundial, siguen siendo optimistas a largo plazo. Algunos creen religiosamente que nuestro destino es la globalización total: sean cuales fueren los traspiés y pasos hacia atrás, al final triunfará, conectando no solo a todas las personas, sino también todos los lugares.

Estos verdaderos creyentes afirman que 1) ningún país dará la espalda indefinidamente al asombroso potencial de la globalización para elevar los niveles de vida; 2) que nos enfrentamos a nuevos problemas que no pueden resolverse sin ella, y 3) que las nuevas tecnologías la facilitarán cada día más.

A lo que los escépticos podrían responder que 1) los beneficios de la paz también podrían ser asombrosos, pero se han desperdiciado repetidamente; 2) que no todos los problemas se resuelven, y 3) que la historia está llena de contratecnologías desarrolladas para “desfavorecer” lo que tecnologías anteriores favorecían.

La reglobalización también podría chirriar, hasta detenerse en algún momento, si los precios del petróleo siguieran subiendo por las nubes mientras bajan las reservas; si las alianzas estabilizadoras se desmoronasen; si se extendiera un renovado proteccionismo comercial; o si cada contenedor, cada empaque y cada persona que atraviesa una frontera debe ser inspeccionado más atentamente a causa del terrorismo, el temor a una epidemia o por otras razones.

Así pues, la auténtica pregunta que gravita sobre nosotros es la siguiente: el impulso hacia la reglobalización, que dura ya décadas, ¿ha hecho una breve pausa para tomar aliento? ¿O de pronto está a punto de dar marea atrás? A pesar de la mayor movilidad de las fábricas t de la IED, de internet y el ciberespacio, de los desplazamientos masivos de la gente, ¿estamos a punto de sufrir otro giro histórico, pasando de la reglobalización a la desglobalización?

Pero esa no es toda la historia (o la real).


IMPULSOS REGRESIVOS

Alvin Toffler. La revolución de la riqueza (2006). Páginas 135, 136, 137.

Pocas palabras en los últimos años han generado tanto odio y controversia en el mundo como “globalización”, y pocas han sido usadas de forma más hipócrita y, por todas partes, ingenua.

Para muchos detractores de la globalización, el auténtico objetivo de su ira es Estados Unidos, el cuartel general mundial de la economía de libre mercado.

El impulso de Estados Unidos en las últimas décadas por globalizar (o, más precisamente, por reglobalizar) la economía mundial también hace ordenar una bandera falsa. Sucesivas y distintas administraciones estadounidenses, y especialmente la del presidente Bill Clinton, predicaron una letanía al mundo. El denominado “consenso de Washington” sostenía que la globalización más la liberalización en forma de privatización, desregulación y libertad de comercio, aliviarían la pobreza y desarrollarían la democracia y un mundo mejor para todos.

Favorables o contrarios a la globalización, los ideólogos suelen unirla a la liberalización, como si ambas fuesen inseparables. Pero los países pueden globalizar su economía sin necesidad de liberalizar y, por el contrario, los países que li9beralizan pueden vender sus empresas estatales, desregular y privatizar su economía sin entrar necesariamente en la globalización. Nada de ello garantiza que, a largo plazo, los beneficios de la macroeconomía fluyan hacia la microeconomía, en la que la gente vive de verdad. Y nada de ello garantiza la democracia.

Ahora está perfectamente claro que ambos bandos de la guerra ideológica sobre la reglobalización han sido perfecta y deliberadamente poco claros.

Así, la página web de un movimiento de protesta que ha promovido una campaña incesante contra la globalización enumera “acciones” en Hyderabad (India), Davos, Porto Alegre, Buenos Aires, Washington y Barcelona, así como otras en Nueva Zelanda, Grecia, México y Francia. Los manifestantes rodearon a los líderes mundiales en los lujosos hoteles de sus numerosas reuniones internacionales, desde Seattle hasta Génova, o les han obligado a buscar refugio en las localidades remotas y a llamar a las fuerzas de seguridad para mantener el orden público. En la actualidad, a quienes protestan, se les invita a reunirse con dichos líderes, lo que ha quitado algo de efervescencia al movimiento.

Sin embargo, no pasa desapercibido que buena parte de toda esta actividad supuestamente “antiblogalización” está coordinada por páginas web de internet interconectadas, una tecnología propia e intrínsecamente global. El impacto político del movimiento procede, en gran parte, de la cobertura televisada difundida vía satélite por sistemas globales. Muchas de las exigencias de estos grupos –por ejemplo, tratamientos contra el sida más baratos- solo se pueden lograr a través de las empresas globales vilipendiadadas por los manifestantes, que usan ordenadores fabricados por otras empresas globales. La mayoría de los manifestantes no podrían acudir en avión a sus manifestaciones sin líneas aéreas globalmente asociadas, que dependen de sistemas de reserva globales. Y el objetivo de muchos de los manifestantes es crear un movimiento que tenga impacto global.

De hecho, los movimientos se han fragmentado en numerosos grupos, a menudo efímeros, con objetivos vertiginosamente distintos, desde la eliminación del trabajo infantil hasta prohibir el tabaco o proteger los derechos de los reclusos transexuales. Unos cuantos son ingenuos anarcolocalistas que glorifican la supuesta autenticidad de la vida cara a cara en aldeas preindustriales, olvidando oportunamente la falta de intimidad, el sexismo y a los tiranos reaccionarios e intolerantes que tan a menudo se encuentran en las verdaderas aldeas. Otros son románticos que preconizan el retorno a la naturaleza. Y otros son ultranacionalistas identificados con movimientos políticos neofacistas y antiinmigrantes, que odian a Estados Unidos y la Unión Europea. Pero, de hecho, muchos otros no son en absoluto “antiglobalización”, sino “contraglobalistas”.

Estos contraglobalistas, por ejemplo, apoyan decididamente a las Naciones Unidas y a otros organismos internacionales. Muchos anhelan ver algo cercano a un gobierno mundial único, o al menos un gobierno global mejor y más fuerte, tal vez financiado por un impuesto global. Pero lo que quieren muchos de ellos son medidas enérgicas contra las empresas globales y las finanzas globales, a las que culpan de la explotación de los trabajadores, la degradación del medio ambiente, el apoyo a gobiernos no democráticos e infinidad de otros males.

Los “antis” son los que hacen más ruido, pero aunque todos los manifestantes anti y contraglobalización que cantan y desfilan se escabulleran furtivamente en la noche, el avance de la reglobalización económica tal vez esté obligado a ralentizarse o a detenerse en los años inmediatamente venideros. Hoy día se vislumbran poderosos factores que podrían detener la extensión continua de la dimensión espacial y hacer que incluso los antiglobalizadores lo lamentaran.