miércoles, 5 de septiembre de 2012

Oh, negra tristeza!



Fúnebre y pesado velo, ¿quién te echó sobre mí? ¿Por qué os elevasteis lentos y pavorosos sobre mi alma, pensamientos de muerte, como vapores que suben en la superficie de un lago caldeado? Y vosotras, horas de la noche, ¿qué agravio recibisteis de mí para que me martirizarais una tras otra, implacables, pinchándome el cerebro con vuestro compás de agudos minutos? Y tú, sueño, ¿por qué me mirabas con dorados ojos de búho haciendo cosquillas en los míos, y sin querer apagar con tu bendito soplo la antorcha que ardía en mi mente? Pero a nadie debo increpar como a vosotros, argumentos tenues de un raciocinio quisquilloso y sofístico…

Tú, imaginación, fuiste la causa de mis tormentos en aquella noche aciaga. Tú, haciendo pajaritas con una idea y enredando toda la noche, tú, la mal criada, la mimosa, la intrusa, fuiste quien recalentó mi cerebro, quien puso mis nervios como las cuerdas del arpa que oí tocar en la velada. Y cuando yo creía tenerte sujeta para siempre, cortaste el grillete, y juntándote con el recelo, con el amor propio, otros pillos como tú, me manteasteis sin compasión, me lanzasteis al aire.

Así amaneció mi triste espíritu rendido, contuso, ofreciendo todo lo que en él pudiera valer algo por un poco de sueño…


-El amigo Manso. Benito Pérez Galdós.