lunes, 8 de agosto de 2011

Un pueblito con crepúsculos arrebolados



Por Toño Alonso.







Ah, Tangamandapio. Mi pueblo natal. Un pequeño pueblito con crepúsculos arrebolados…

Un pueblito que se extiende sobre la pendiente de una colina, rodeado de verdes bosques y abrazado por las nubes y su fresca brisa. Con sus empedradas calles, adornadas con el estilo puramente colonial y bañadas con el aroma a café recién tostado.

Tangamandapio. Donde todos se conocen y viven para el colectivo, donde nada se envidia y todo se comparte. A toda hora hay paz y el sereno  se anuncia puntual para que todos duerman tranquilos. Donde la ordeña y el arado inician con el canto del gallo, seguido de una orquesta de vacas, pollitos y perros pastores. El grano llega a tiempo al nixtamal para hacer las tortillas de mano para las enchiladas del mediodía, cuando los trabajadores llegan del campo. Donde por las tardes los niños juegan tranquilos en las calles sin temores, observados por los abuelos que juegan dominó y baraja bajo el umbral del porche, acompañados de un buen café con leche fresca, leche del día, pasterizada. 

Un pueblito donde los visitantes son bienvenidos a comer en todas las casas y donde los transeúntes encuentran cobijo en el albergue de la iglesia, asistidos por las señoras del lugar. Donde la plaza luce sus colores en días de fiesta y brilla vanidosa de noche, iluminada por sus cohetes y fuegos artificiales; se pueden saborear los dulces de leche, las cocadas, los panes rellenos de manjar, el algodón de azúcar, los dulces de higo, el licor de nanche, los tlacoyos, agua de horchata, de limón y de Jamaica. Las personas mayores bailan sin pena al ritmo de la danzonera, en medio del barullo y el gentío, abriéndose un espacio en la plaza para disfrutar de la fresca y festejada noche; los niños los imitan y toma más sentido la fiesta del pueblo.

Ah, tangamandapio, con sus escuelitas. Costó trabajo conseguirlas, pero se puede estudiar la primaria y la secundaria, suficientes para las necesidades del pueblo. Los maestros son gente de aquí, que tuvo la oportunidad de hacer otros estudios y que ahora retribuye sus sentimientos hacia su gente, enseñando y aportando. Cuando hace calor, dos pequeñas palapas con bancas de madera en la punta de la colina se llenan de niños y niñas, ávidos por aprender, cargando sus cuadernos y sus lápices, levantando la mano para participar y pintando garabatos en la pizarra para comprender.

Un pueblito donde todo oficio es muy apreciado, desde el abarrotero hasta el boticario y desde el cartero hasta el médico; casi todos se conocen  por sus nombres, “buenos días Don Teodoro, buenas Tío Joel, hasta luego Teresita…”. A las personas mayores se les dice tío o tía, siempre es así en pueblitos como éste; con ese parentesco simulado se olvida uno de esas cabelleras canas y plateadas, del halo gris de sus ojos y los marcados relieves sobre su piel.

Un día llegó a Tangamandapio el presidente municipal. Dijo que instalaría agua potable y todos lo festejamos; beneficio grande. Enormes camiones amarillos entraron a nuestro pueblito en la colina, con un rugido que hasta al granjero más remoto arrebató la concentración en su oficio; para poder estudiar los maestros y los niños se fueron a las palapas; por varios días perforaron las calles, se fueron y así las dejaron hasta la temporada de lluvias. Por los canales de Tangamandapio escurría lodo. No terminaron la obra porque no había dinero y ahora por el mal clima.

Pasó. Instalaron la tubería y una bomba vieja para llenar un aljibe que construyeron al lado de las palapas, por suerte los niños estaban de vuelta en sus aulas. No tuvimos agua por días, no permitían operar la maquinaria hasta que no viniera el presidente a inaugurarla y, cuando lo hizo, anunció que pavimentaría las calles. ¡El ruido de esas bombas, arriba y abajo, es cosa atroz!

Unos meses después, con las bellas avenidas empedradas apenas recuperándose volvieron a venir las bestias amarillas, ahora con unos camiones grises, unas pipas y camiones cargados con piedras. Se instalaron en la base de nuestra calmada colina en un buen pedazo del terreno que acababa de arar don Leoncio, y sin avisarle, pero ya nada se pudo hacer después; el pretexto fue que era para “un beneficio mayor”. Un vehículo con una enorme pala al frente levantó nuestras calles empedradas y una muy densa cortina de polvo. Por varios días todas las casas permanecieron cerradas y las vivas calles  lucían desoladas. Cuesta abajo se veía una pequeña fumarola, todos creímos que estaban preparándose un caldo, pues cerca hay un arroyito donde se dan la mojarra y el camarón; resulta que no, estaban calentando un material llamado “chapopote”; cada teja de cada casa estaba cubierta de tizne y polvo, quien saliera a la calle tenía que hacerlo con anteojos y un pañuelo para cubrirse la nariz y la boca, según nos recomendó el médico del pueblo en la asamblea.

Y Aureliano, el agente municipal, nunca abrió la boca. Si alguien llamaba al presidente municipal éramos Iginio, Silverio, la maestra Teodora y yo, los únicos que saben las necesidades concretas de Tangamandapio. “Mañana mismo les pavimentan sus calles y aquí no pasó nada”, dijo; y así pasó, pero no al día siguiente, sino como al mes. Mientras echaban ese chapopote era un calor digno del mismo infierno; hasta los obreros parecían demonios con pieles humanas, tiznados, cuyo castigo eterno era aplanar esa plasta –y vaya que lo hacían con maestría-.

Algunos de los vecinos que podían, se compraron unas camionetitas, muy bonitas; algunas no eran del año pero sí de modelo reciente. Doña Cándida siempre había querido tener un coche, ella se compró un vochito del año, aunque usando todos sus ahorros y, para fatal error de ella, ni sabe manejar ni tiene familiares que manejan, hasta la fecha. La ruletera –una camioneta destartalada, propiedad de doña Rosa- los llevó al pueblo más cercano, hasta donde podían llegar los agentes vendedores para entregar los vehículos nuevos; al regresar al pueblo se encontraron con las calles bloqueadas con rocas enormes, que porque nadie podía usarlas hasta que llegara el presidente municipal a inaugurar. Todos hicieron muinas y corajes, doña Cándida casi se muere porque le subió el azúcar, terminó en la clínica y con un suero intravenoso. Pasó.

De pura suerte ya teníamos la instalación eléctrica desde que puedo recordar, sino viviríamos otra desventura.

Llegó la temporada de elecciones para presidente municipal y los candidatos eran el maestro Ambrosio y Serapio Rea, primo del presidente que sale. Durante semanas, quizás meses, pasaron varias camionetas de perifoneo anunciando a Serapio. Ambrosio pasó de casa en casa por el pequeño municipio visitando a la gente. Aunque Serapio tenía fotos por doquier, nadie sabía de él ni de su proyecto, nada. En varios pueblitos la votación por Ambrosio era segura, pero las orejas de los Rea se enteraban de todo. Y no nos extrañó el resultado del acta, mucha gente dizque de rancherías cercanas fue a votar, personas casi nunca –o nunca- antes vistas. Nos reunimos en casa de doña Cándida a platicar y, aunque salió el peine, ya nada pudimos hacer, la decisión estaba tomada y nadie tiene el poder de cambiarla, “Serapio será presidente y dejaremos que la riegue”, bien entonces. De pura muina nos acabamos una caja llena de botellas de coñac, aunque al final los más desahogadosfueron Aureliano y doña Cándida.  

Ah, Tangamandapio. ¿Qué hacer ahora?

Un día, llegaron a la botica del doctor Rocha un par de personas mal encaradas, de facciones toscas y escondiendo algo bajo el brazo. Interrumpieron una venta de medicamento que estaba haciendo por una tos tremenda que pesqué, me empujaron y le gritaron a Rocha que “si no paga una cuota ya no podía abrir la botica”. Él les contestó que pagaba las cuotas a Hacienda a través del contador, y les mostró sus aranceles para corproborar que iba al corriente; aquellos se los tiraron y le gritaron más enérgicamente que no se hiciera tonto. Me puse nervioso, ambos sudábamos frío y temblábamos; intenté salir pero el más pequeño me jaló del brazo, luego cerró las puertas. Empuñaron dos pistolas nuevas, aunque sucias y mal cuidadas, para enfatizar lo que decían. Rocha sacó de un cajón bajo el mostrador los pocos billetes y monedas que tenía a disposición, por la tembladera se le cayeron algunos al piso, en medio de gritos los levantó y los malencarados se fueron.

-¿Qué fue todo esto, Rocha? –le pregunté, a lo que sólo me prespondió en negativa girando la cabeza y rompiendo en llanto, por nervios, por miedo, por impotencia.

Es la segunda vez que pasa en Tangamandapio; la primera no la creí. La tercera vez no fue así, sino que se llevaron a doña Cándida; aunque para recuperarla sus familiares entregaron el vochito, que representaba los ahorros de la familia, nadie la volvió a ver.

No esperé a la cuarta. Dejé casi todas mis cosas, excepto mis papeles y me vine a la capital, a trabajar de lo que sé hacer, el oficio de cartero. Porque siempre hay personas con esperanza, que esperan algo de alguien, una carta de amor, una carta que les hagan saber que el otro está bien, que les cuenten la historia de su vida.

Y ésta, Chavito, la que tengo en éste sobre, es la historia de mi Tangamandapio. Mi pueblo natal. Un pequeño pueblito con crepúsculos arrebolados…

2 Lo que la gente comenta:

Unknown dijo...

Excelente historia de tangamandapio
El pueblito de Don Jaimito El Cartero...
Muchas gracias a quien compartió la historia...
La vdd que la disfruté mucho...!

Violeta Osorio dijo...

Graaaciad por compartirla, siempre quise saber la historia completa, pero nunca pude porque siempre interrumpían a Jaimito. Muchas gracias