domingo, 4 de mayo de 2014

Amar la Luna. Parte I.

Por Antonio Alonso.


Prólogo.
La espesa niebla de la carretera impedía a los policías ver su objetivo. El enorme y viejo tráiler marrón de doble remolque llevaba la delantera excediendo los límites de velocidad. Algunos hombres en motocicleta escoltaban la unidad y disparaban a la policía.
-¡Callahan! –se escuchaban los gritos a través del radio, el tiroteo impedía que contestaran tanto el conductor como el capitán Ruiz, quien encabezaba la operación-.
Tras un par de horas no hubo mucho progreso, dos de los motorizados cayeron. Iniciaron la subida por los barrancos de la carreta Córdoba-Puebla, el tráiler se colocó en medio de los carriles de ida. “Agáchate, ¡baja la cabeza!”, se escuchaban los gritos. Los otros autos tomaron la delantera para que Ruiz pudiera comunicarse con la comisaría.
-¿Qué chingados pasa allá, Ruiz?
-Jefe, éstos tipos son duros. Cuando intentamos decomisar la carga comenzaron a disparar y huyeron. Estamos en la carretera a Puebla.
-Pero, ¡¿qué puta madre hacen allá?!
Antes de que pudiera contestar, unos disparos dieron en el parabrisas. El capitán tomó su subametralladora Uzi y vació el cartucho sobre uno de los malhechores. Aspiró todo el cigarrillo y escupió la colilla, mientras recargaba soltó el humo lentamente, con tan tranquilidad como si nada ocurriera. Un hombre subió de la cabina del tráiler al primer remolque con una bazuca y disparó a los autos, atinó a uno que inmediatamente ardió en llamas y salió volando al barranco; el individuo cargó otro cohete y disparó ésta vez a un costado de la escabrosa montaña, haciendo que toneladas de roca cayeran sobre los autos patrulla. El conductor del capitán Ruiz evadió ágilmente los obstáculos, excepto por un par de abolladuras.
-¡Emparéjate, wey! –gritó su superior-. Intentaré saltar para subirme.
Se amarró su arma, cerró su chamarra y ajustó otro cigarro en su boca. Hizo para atrás su asiento y con las piernas desprendió el parabrisas, tirándolo por arriba del coche. La persecución alcanzaba los cien kilómetros por hora en la cuesta de la montaña veracruzana. El tráiler empujó y hasta sacó de sus carriles a los autos y camiones que encontró a su paso. El agente salió por el nuevo orificio agarrándose muy bien de donde pudo, hasta que logró ponerse de pie en posición para saltar. El tirador del bazuca les apuntaba cuando el otro saltó y, balanceándose como un mono, alcanzó el pie del secuaz en un intento desesperado por tirarlo, aquel cayó. El oficial de la ley terminó de trepar y el auto patrulla le seguía muy de cerca para evitar que caiga al pavimento.
-¡Ya valiste puta madre, hijo de la chingada! –le gritó el hombre-.
-Ah, ¿sí, cabrón? A ver, éntrale a los madrazos –respondió-.
El individuo se levantó y retrocedió un par de pasos. Ruiz se escudó con una técnica de box ante el improvisado ataque a “puño limpio” de su contrincante. El camión tomó una curva muy cerrada y ambos se tambalearon, entonces el policía aprovechó y se lanzó sobre aquel para tirarlo. Ese hombre sacó rápidamente de su chaqueta de cuero una navaja que intentó clavarle al policía.
-Ahora sí, puto –refunfuñó-. Guárdame éste fierro.
El agente intentó detener el letal ataque, echado encima del hombre de cuero y con ambas manos intentando desarmarle luchaba por defender su vida. El sudor comenzaba a escurrir por su frente y frío gracias a las bajas temperaturas de la montaña. Sostuvo firmemente con sus puños el arma blanca  mientas chocaba sus dientes  debido al gran esfuerzo; una gota de su sudor cayó en el ojo de aquel miserable, le ardió y apartó la vista, perdiendo la concentración. Fatal error. Ruiz tomó la navaja y se la clavó al villano en el cuello, aunque éste intentó sacarla, ya había perdido su vida al instante. El conductor de la patrulla estaba preocupado, hasta que vio a su oficial y le levantó el pulgar, en señal de que todo marchaba bien. De la cabina del tráiler salió otro hombre, ésta vez un enano negro pelirrojo armado con un machete que era casi de su estatura. Ruiz soltó la carcajada y le disparó con su arma, el pobre enano apenas tuvo oportunidad de blandir su filosa herramienta para cuando cayó. Ya no había barranco, se encontraban ahora en el terraplén arriba de la montaña, en una región semidesértica.
Se acercaban ya a los límites con puebla, donde su jurisdicción terminaría. Ruiz corrió al empate entre remolques y saltó. El conductor intentó sacudirse al capitán culebreando el tráiler, el policía casi se cae pero se echó pecho tierra para agarrarse de donde pudo y se arrastró poco a poco hasta la cabina. El último guardián de la mercancía tomó una Mágnum de cuarenta y cuatro milímetros y disparó seis veces contra el techo, volteó a su retrovisor derecho antes de recargar para llevarse la sorpresa de que el poli estaba entrando por la ventana, cuando intentó darle un cachazo volanteó y volcaron decenas de metros.
El escolta de policía se detuvo a poca distancia, tomó el radio para dar su ubicación y solicitar apoyo médico. “Agente caído, carga asegurada”, señaló. Corrió hasta la cabeza de los remolques, su superior, el capitán Ruiz estaba intacto, erguido, apenas con sudor en la frente, sonriente y orgulloso como si se tratara del mismo Anticristo, feliz de la tragedia humana. La figura que se erguía por arriba de  la unidad accidentada señaló a un letrero.
-Te lo dije, Camacho. El triunfo sería nuestro –en el letrero, treinta metros adelante, se leía “usted está dejando Veracruz, bienvenido a Puebla”. De los confines de ambos estado se acercaban los servicios de auxilio haciendo chillar sus torretas, las lucecillas rojas, azules y blancas apenas brillaban sobre la línea del horizonte-. Pinches pipopes, van a reclamar como niñas.
Ruiz bajó, sujetándose su hombro izquierdo adolorido, aparentemente dislocado. Se acercaron al remolque trasero. Lo abrió el escolta. Cuando vieron lo que había dentro no podían creerlo. Habían librado una batalla a muerte en la que perdieron a todos sus hombres, sólo por obtener un camión lleno de cajas cuya leyenda decía “piel 100% de cerdo para biblioplegia”.
-¡Es piel para forrar libros! –le exclamó el cuasi súper agente a su comandante-, murieron todos por piel para libros. ¡Que se vayan a la mierda!
No dio oportunidad de réplica a su superior y se alejó hacia una ambulancia donde le inyectaron contra el dolor y le pusieron un cabestrillo. “Camacho, traiga café”, dijo entre dientes. Tenía la mirada perdida, los pensamientos borrosos y la rabia dispuesta a la menor provocación. Sonó en su celular Alley Cat, de Bent Fabric, esa que suelen poner los camiones de helados; se trataba de su hermana menor, Thania.
-Aldo, necesito verte. Me urge.
-¿Qué pasa? Estoy hasta la madre de trabajo aquí.
-No he sabido de él en tres días. Voy a Veracruz, te avisaré para que me recojas.
Colgó, no supo cómo reaccionar, excepto diciendo que sí a todo. Más problemas. Nada le enojaba más que las pérdidas innecesarias, y ahora venían más problemas. Cuando llegó el café lo aventó al suelo. Por el movimiento rápido le dolió más su lesión. Caminó hacia sus colegas poblanos para hacer algunas preguntas.
-¡Cuidado! –le gritaron todos al unísono-.
Aldo Ruiz -Callahan, como le conocen-, tomó su arma sin pensarlo y disparó a lo primero que tenía detrás. Le dio en la cabeza, entre ceja y caja, al conductor del tráiler; escurrió su sangre sobre su sorprendida tez y soltó su Mágnun 44, cayó muerto al sueño. Pero éste ya había hecho un tiro, mató al oficial Camacho. La adrenalina había potenciado sus reflejos y sus sentidos, así como el aroma de su sudor, apestaba. Recogió el arma del cadáver y la guardó en su sobaquera. “Esto me lo quedo de recuerdo”, dijo al viento. Todos lo observaban a la distancia, solitario, triste y silencioso, hincado mientas contempla un cuerpo más que la ola de violencia debaja sin vida mientras él se abría paso en el cumplimiento del deber. Soplaba el aire y volaba la tierra, nubes completas de arena y tierra. La escena era un espectáculo vespertino de luces de torretas, olor a gasolina y a piel cien porciento de cerdo para biblioplegia.



Trololo
Dos días después de haber llamado a la policía, sin resultados, y resolver algunos asuntos en el Instituto de Antropología, Thania viajó a Veracruz para buscar a su amado. “En cerca de diez minutos, a las ocho de la noche con veinte minutos, aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional Heriberto Jara Corona de la ciudad de Veracruz”, anunció la aeromoza. Viajaba ligera, sólo con su bolso y su teléfono celular, que no soltaba de la mano.
El capitán de policía Aldo Ruiz se dirigía en su Dodge Avenger a recoger a su hermana en el aeropuerto. Se estacionó y entró hasta la pista de aterrizaje mostrando su identificación de la Agencia Veracruzana de Investigaciones, donde estaba asignado. Comenzaba a llover cuando los pasajeros descendían. Los reflectores de la pista permitieron ver las gotas al caer.
-¡Hermano! –gritó con alegría la antropóloga-.
-Thani. Volviste.
Ella corrió hacia Aldo para refugiarse en sus brazos. Él la cubrió con su gabardina para evitar mojarse más mientras se dirigían al vehículo. Tomaron rumbo a su casa, en Punta Tiburón. En la radio, sonaba una canción desconocida para Thania, ella moqueaba pero no podía evitar reír pues lo que escuchaba le parecía gracioso.
-Es una canción rusa, ¿sabías? –comentó el agente-. Lo que escuchamos obviamente no es ruso, lo la están cantando, la tararean. ¿Cómo se llama ese tipo? Eduard “no sé qué”. Eduard Kihl, creo. Murió en 2012. Pobre. Ése fue su único éxito, estuvo en el olvido hasta que alguien descubrió el video en Youtube y lo hizo popular de nuevo.
-Suena muy graciosa. ¿Es una canción de amor?
-Algo así. Se llama “Estoy contento porque al fin vuelvo a casa”, pero para la banda es “Trololo” –soltó una potente carcajada-. Deberías sentirte alegre como él; bueno, él está muerto pero no por eso es alegre, sino que podrías empezar a cantar así; anda, tararea algo.
Entre algunas lágrimas, su hermana soltó una risilla. La circulación vehicular no era tan pesada, sin embargo la lluvia les hacía avanzar lento. Sortearon algunos grandes charcos pero no unos profundos baches. Aldo hizo una maniobra forzada y volanteó; el conductor del vehículo de adelante quedó cegado por el reflejo de las luces del auto de los hermanos y salió de la carretera proyectado a gran velocidad, chocó con una hilera de autos que esteraban cargar combustible en la gasolinera del fraccionamiento Coyol. Una chispa, brillante y orgullosa como una estrella nació y quedó suspendida en el aire por un brevísimo instante, su majestuoso destello se hizo más intenso hasta el momento en que comenzó a caer, y al llegar al suelo su funesta vida se vio cortada por un charco de combustible que estaba derramando la manguera de carga. De pronto, como un último aliento, de aquella titilante chispa muerta nació una oronda flama que elevábase por el aire y corrió hasta la manguera entrando al despachador. Por una breve fracción de segundo, las personas en el lugar no supieron de sí, no hubo oportunidad de que si quiera el viento pudiera correr cuando, en un acto de venganza por lo profano de la vida y la muerte, la pequeña chispa mando a todos por los aires. El accidente terminó en una explosión catastrófica y fatal. La onda expansiva hizo rodar el auto de Aldo y descarriló a otros tantos. Hubo decenas de muertos, los servicios de emergencia no se hicieron esperar, ni las agencias noticiosas dejaron pasar la información. Thania y su hermano se refugiaban en un café. Algunos reporteros se acercaron para entrevistar y Aldo intentó alejarlos.
-Capitán, ¿cómo ocurrió el accidente? –preguntó uno de ellos-.
-Bueno, la fuerte lluvia impidió que el conductor del auto viera la carretera, calló en un bache tamaño cráter y, debido a su velocidad, salió rodando hasta la gasolinera. Como siempre, las autoridades locales que emplean materiales de pésima calidad en los caminos y carreteras. Hago un llamado a la precaución para quienes circulen por la ciudad estos días de mal clima.
El Capitán Ruiz volvió al café. Thania temblaba incesantemente, el accidente la dejó traumada. Los paramédicos intentaron de todo sin resultados. El vehículo acabó siendo una pérdida total, así que la ambulancia los llevó hasta su domicilio. “Total, está bien asegurado”, pensó el agente. Llevó a su hermana a su recámara, le puso ropas secas, la acostó y la arropó para quitarle el frío. No dejaba de temblar y no cerraba ojo.
-Te traeré un té –le susurró-.
Bajó a la cocina y puso a calentar un poco de agua, mientras se sentó un rato en el sofá con una cerveza fría, hasta con escarcha, en la mano. Le dio un trago y encendió la televisión. Rogerio Pano daba los titulares.
-Rufianes asaltan restaurante de lujo, se llevan toda la loza fina. Carambola y explosión en el Coyol, deja más de cincuenta muertos. Huracán Daniela afecta las costas de Guerrero, más de sesenta mil damnificados.
-Je, Daniela –se rio como bobo-. ¿Por qué no les ponen nombres más amenazantes como Mega Destroyer o Aniquilador Total?
-La CNDH –continuó el periodista-, denuncia la desaparición de cerca de treinta activistas por los derechos de los homosexuales en Veracruz, no se sabe de ellos desde hace más de un mes.
-Ay, no mames. Seguramente están en una cogedera bruta.
Apagó la televisión. Subió con el té, con la sorpresa de que Thania se quedó dormida al cabo de un rato. Dejó la taza con la humeante bebida sobre el buró. Pronto, la habitación completa olía a manzanilla. Por la mañana, Aldo salió a trabajar y volvió hasta la noche. La chica ya estaba activa y hasta hizo faena en casa, en gesto de agradecimiento por lo que había hecho su hermano. Eran más de las cinco de la tarde y se sentaron en el comedor a charlar mientras bebían café cordobés estilo americano. Thania explicó que no había tenido noticias de su novio por dos días, lo que la alarmó. La respuesta que recibió fue la misma que la del reporte telefónico, no basta ese tiempo para considerar a alguien como desaparecido.
-Siempre me has tratado como a una loca, como a alguien inferior. Le marcaré para que te conste, me mandará a buzón de mensajes.
-Nena, si pasa eso, o queda como llamada perdida o te dice que no está en servicio no es una prueba válida. No es explicación de algo. Creo que exageras.
-Está bien, pendejo. Entonces vayamos a su casa para ver.
Aldo se levantó de su asiento sólo para complacerla, él iba ya fastidiado del trabajo, muy cansado, dudado y con dolor de cabeza, mientras que ella iba con ropa deportiva y muy fresca. Se subieron a una Jeep vieja sin capote, pero en buen estado y emprendieron marcha para cruzar dos municipios en busca del novio desaparecido. No llevaban radio, así que él empezó a cantar.
-Trololo lolo lololo.



La pizza estaba tiesa.
Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegaron, vieron que la puerta estaba cerrada. Aldo comentó que seguramente aún no salía del trabajo, su hermana respondió gruñendo.
-Así me gusta, igual que cuando estás en tus días –soltó una carcajada ensordecedora-.
Aldo era, generalmente, abusivo de la ley, le importaba poco el orden que se guardara o la discreción que debía tener; a todos los trataba con humor negro y lo creía conveniente sacaba su pistola, pero al final siempre cumplía con su trabajo; era como Harry el Sucio veracruzano, de hecho su apodo era “Callahan”, por el personaje. Than se bajó de la camioneta, observó todo alrededor y caminó hacia la puerta, se detuvo frente a ella y la escrutó. En el suelo había una rebanada de jamón. El Capitán se acercó y comentó “parece cortada como para pizza”, ella se reservó comentarios pero no miradas de desprecio.
-Mis novias me miran de esa manera cuando quieren sacarme algo por la fuerza. Revisa la puerta.
Estaba abierto. La antropóloga se quedó sin aliento un instante. Su mirada era ahora de expectación. No sabía lo que podía encontrarse allá arriba. El varón puso la mano derecha sobre su pistola desenfundada y con la izquierda sostuvo una lámpara hasta encontrar dónde encender las luces. Encontró el apagador detrás de la puerta, subió él primero hasta asomarse por encima del barandal; impidió el paso a la muchacha hasta asegurar el lugar antes. Todo parecía estar en orden, no encontró señas de alguna lucha. Thania recorrió las habitaciones y Aldo los espacios comunes. Ella estaba más tranquila ahora que vio que las cosas seguían en su lugar. Su hermano se detuvo frente al refrigerador y revisó lo que había dentro, la pizza estaba tiesa, también un refresco sin su tapa que ya había perdido su gas. La chica se dirigió a la buhardilla y el joven oficial a la sala. Sobre la mesita de centro quedaba una rebanada de pizza en una servilleta; había un comensal, un ratón enorme, de color gris, grandes orejas y ojos como brillantes botones negros que miraban fijamente a Aldo, quien no pudo evitar apartar su vista del roedor. Ambos se miraban son sorpresa. Aldo intentó moverse para espantar a la extraña visita pero aquel sólo le seguía con la mirada. El ratón se levantó sobre sus patas traseras y arrojó un trocito de pizza que estaba comiendo, levantó e irguió su cola como si fuera el aguijón de un escorpión. Las miradas eran retadoras. La mano volvió a la pistola, y cuando el animal mostró de manera agresiva sus afilados dientes se lanzó para atacar, pero Aldo le voló la cabeza de un disparo en pleno vuelo, velozmente como Clint Eastwood en cualquiera de sus películas. Los sesos se regaron sobre la pizza, hizo valer su apodo. El cuerpo del ratón cayó al suelo bañándolo con sangre y haciendo parecer islas aquellas migajas de pan de pizza. Thania apareció en un parpadeo en la sala y se escondió detrás de la pared, histérica y gritando como loca.
-¿Qué pasa, hermano? ¿Quién es? ¿Lo mataste?
-Descuida, hermanita. Era sólo una visita indeseable. Un ratón tamaño familiar. Ese Mickey Mouse tenía una mirada diabólica, debiste verlo. Pude sentir cómo intentó apoderarse de mi alma.
-¡Eres un pendejo! Casi me matas del susto –exclamó ella clon ira-. Ay, qué asco… ¿Ya viste? Es la computadora de Fabián –señaló hacia el sofá-.
El investigador la tomó, sugirió que la llevaría a su oficina para averiguar algo. El resto de la casa estaba en completo orden. No hay señales de lucha y mucho menos marcas de disparos. “Quien haya entrado, si es que hubo alguien, fue invitado”, pensó Aldo. Empero la falta de evidencia hacía vaga cualquier posibilidad. Thania pidió que la llevara a casa de Beatriz, su amiga de toda la vida, allá por la colonia Las Brisas, al norte de la ciudad en una tranquila y oscura calle. Beatriz Jurado es una cordobesa, de origen muy arraigado, que hacía algunos años se desempeñaba como periodista en la ciudad, su especialidad es revolcar boletines de prensa. Hacía un puñado de meses que no se veían, pero el contacto telefónico era terriblemente frecuente; las facturas dan testimonio de varias horas de conversaciones en que se hablaba de todo y de nada a la vez. En cuanto llegaron, Bety, como le dicen de cariño, salió a recibirles emocionada, hasta emitiendo unos curiosos chillidos que no podía evitar hacer siempre que estaba contenta. Ella y Thania se abrazaron de manera asfixiante.
-¡Amiga! Me da muchísimo gusto verte. No has cambiado nada –inició Thania.
-Sí, Bety. Estás igualita, fea y solterona; sólo que un poco más vieja.
Beatriz se apartó un poco de Thania y dio un par de pasos hacia Aldo, frunció su ceño en tono de perspicacia.
-De joven eras un cretino y ahora eres asqueroso. Por eso mi único anhelo es que engordes, pierdas el pelo y mueras pronto –dijo la reportera con su característico sarcasmo-.
-Oh, Bety. Extrañaba tanto escuchar esas burradas tuyas. Te encargo a mi hermanita. Adios, muchachas… y “eso”, digo, Bety.
Aldo volvió a su camioneta y se fue. Las chicas entraron al departamento de Beatriz, donde la afligida visita se preparaba para narrar sus penas, casi como lo haría un religioso al confesarse en la iglesia.



Algo.
El suelo estaba frío y húmedo y la luz tan tenue que apenas se podía ver alrededor. Fabián llevaba cerca de setenta horas en reclusión y pronto sería trasladado al bloque de “tratamientos”. Su estómago parecía estarse devorando a sí mismo desde las primeras doce horas ahí dentro, a causa del hambre. Fuera, los pasos de algún guardia impaciente habían despertado al rehén de su falta de lucidez. Al cabo de un rato, alguien se comunicó por radio con el celador; “al fin”, susurró éste. Se abrió la puerta de la celda y entraron dos hombres, aunque no era necesario someter a Fabián uno de ellos lo esposó y el otro le cubrió la cabeza. Al borde del desmayo, lo subieron a un carrito de golf y atravesaron el húmedo túnel hasta una galería que, de acuerdo con un borroso letrero, era el área de higienización. Le quitaron la ropa al joven ex gerente y le aplicaron un baño con mangueras que disparaban agua caliente a presión, con unas escobas le tallaron jabón y al agua de nuevo, esto le trajo a la vida temporalmente. En otra etapa lo afeitaron y quitaron todo el cabello hasta dejarle la cabeza lustrosa como una bola de bolos. Al final se integró a una fila donde había otras personas en su misma situación, les estaban entregando un par de tenis, un juego de ropa interior, un pants y una playera de manga larga.
“Nombre completo, edad y ciudad de origen”, decía una voz rasposa a través de la oxidada bocina de un viejo interfón. Quien estuviera al frente daba sus datos y de un tubo caía una cadena con dos placas que llevaban impresa esa información.
-Ricarte, Fabián. 27. Veracruz, Veracruz –dijo temeroso, y al momento se le entregó su juego de placas-.
A los pocos metros, todos se pusieron sus ropas nuevas. Los guardias, que vestían chaquetas cafés y aparentemente estaban desarmados, dieron algunas indicaciones acerca de lo que debían hacer al llegar a su nueva ubicación. Como al ganado, los subieron a camiones y rodaron por poco más de una hora con una ruta incierta. Dentro del contenedor algunos gritaban, otros, como Fabián, contenían su miedo hasta saber con certeza lo que sucedía. Su último recuerdo era la cena de la otra noche, se comió al maldito que lo traicionó.
-¿Hay mujeres y niños aquí? –gritó uno de ellos varias veces-.
No obtuvo respuesta, excepto la confirmación de que sólo había hombres ahí. Se abrieron las puertas del contenedor, la luz los cegó de momento. Bajaron, igual que los pasajeros de otros nueve camiones, todos procedentes de diferentes ciudades del país. Estaba reunida una multitud de prisioneros, los repartieron en contingentes y les asignaron una clave. El antropólogo estaba en el grupo THX.
-¿THX, en serio? Debe ser una broma de mal gusto. ¿Qué pensaría George Lucas? -le gritó a los guardias-.
-¡Calla, insolente! –le respondieron-.
Uno de los secuestrados, presa del miedo, intentó escapar pero lo abatieron con una descarga eléctrica propinada por el mismo traje que llevaba puesto.
-Muy bien, señores –sobresalió un tipo de sombrero militar y gabardina de piel negra-. Esto es lo que pasa. Ustedes forman parte de una investigación secreta en contra de su voluntad. Esos trajes que llevan puestos son, como les dicen, inteligentes. Nos dan información sobre su salud, ritmo cardíaco, calidad de la sangre, enfermedades, etcétera. Y nos ahorra el uso de armas; si tienen comportamientos agresivos hacia nosotros o intentan escapar morirán electrocutados. ¿Por qué morir y no ser castigados? Porque si ustedes son maltratados ya no nos sirven, preferimos prescindir de uno de ustedes que emplear una muestra maltratada. Ahora, algunos de ustedes no han comido en varias horas, éstos caballeros les mostrarán dónde pueden comer.
Llegó una camioneta con barriles de comida, servida parecía engrudo, una masa casi sólida de color gris que según contiene todos los nutrientes necesarios para un día. Era una sentencia firmada, Fabián comentó que eso es barato de producir porque está hecho de residuos por lo que, con seguridad, se los darían todos los días hasta que los soltaran, si es que eso llegara a suceder. Cuando logró tomar una porción con sus dedos lo probó; la consistencia era asquerosa, sin sabor ni olor. Entonces reclamó.
-¡Esto es asqueroso! No sabe a nada. Llamen al cocinero, parece que no sabe que el sabor viaja en la grasa.
Reinó el silencio. Se formaron los contingentes y los pusieron a marchar, aunque sin sincronía en sus pasos. Así, caminaron hasta un complejo que parecía ser una prisión, reluciente en sus detalles, con incuantificables celdas y varios pisos de altura. Cada rincón estaba iluminado; había música ambiental, en ese momento se escuchaba a Charles Trenet cantando la versión francesa de Beyond the sea. Un enorme letrero indicaba la distribución del lugar, tenía de todo: una sección de celdas, área de recreación, de deportes, de cultura, una biblioteca, un parque, dos comedores, ocho almacenes, tres baños por piso, dos lavanderías, un auditorio y un espacio diminuto llamado “área de gratificación”. El lugar, a primera vista, lucía hermoso y, a decir de algunos guardias, funcionaba como una utopía cuyo régimen era una comuna en la que todos los habitantes del complejo tomaban decisiones y organizaban su gobierno temporario. Las leyes locales eran un tanto estrictas.
En silencio los escoltaron hasta sus bloques, el THX era el más remoto. La celda de Fabián, igual que todas las demás, no tenía el aspecto típico de una celda, parecía más bien un departamento de solteros “bien distribuido”, limpio y, sobre todo, con muebles decentes. Ya había dos residentes dentro, le indicaron cuál sería su cama. Contempló la cama como si fuera alguien muy amado a quien no veía hace muchos años, acarició las almohadas y cayó rendido, víctima del cansancio y el insomnio. Durmió mucho tiempo, no había forma de calcular las horas o la presencia del día y la noche pues todo el tiempo estaba iluminado ese curioso complejo residencial. Uno de susroomies lo levantó, lo llevó a tomar una ducha, le ayudó a afeitarse y luego fueron al comedor. Varios carteles de colores adornaban, se leía en ellos “desayune, coma y cene engrudo”. Había pósters institucionales sin logotipo o firma en que un miembro de la colonia presidiaria comía con gusto engrudo.
-Se ve feliz –comentó Fabián mientras con su cuchara movía de un lado a otro su comida-. ¿Cómo puede comer esto? Es asqueroso y repulsivo hasta para las bacterias que descomponen la comida. Tú has estado aquí más tiempo, debes tener una idea más clara de lo que se sucede aquí.
-Para serte sincero, no tengo idea. Los meses que llevo aquí mi vida ha sido rutinaria, casi normal. Duermo, como, me ducho, leo, platico, hago ejercicio, salgo al parque, tengo amigos. Lo único curioso, de lo que nadie sabe más, es que cada cierto tiempo se llevan a algunos de nosotros a la Sala de gratificación. Los guardias dicen que ahí termina éste “experimento”. Aunque yo creo que se trata de otra cosa, si sabes a lo que me refiero.
El compañero de celda estaba recostado sobre la banca  del otro extremo de la mesa en que comía Fabián, quien se mantenía a la expectativa de lo que sucediera. Ha intentado mantener la calma y lo ha hecho bien hasta ahora. Le preguntó a su compañero de cuarto quién era.
-Me llamo, Frank. Es Francisco, pero dime Frank. Tengo treinta años, dicen que me veo más viejo. Allá afuera yo era empleado en un banco, ejecutivo de cuenta. Me iba bien, hasta que llegué aquí. No soy alguien importante, ni soy un delincuente, ni adinerado o narcotraficante como para estar aquí. Llevo ya ocho meses, he visto amigos irse y otros llegar. Siempre llegan grupos numerosos, pero los que se van varían mucho en su tiempo de estancia, quién sabe qué criterio tengan para llevárselos.
-O para traerlos.
-¡Exacto! No sabemos qué tenemos todos en común –se incorporó Frank sentándose a la mesa-. ¿Tú cómo te llamas?
-Fabián, soy antropólogo, pero se me hizo más fácil llegar a ser gerente de un hotel que jugar a ser Indiana Jones. Y, sólo por hacer charla, para que alguien te secuestre o extorsione, detrás de uno debe haber siempre algo bueno, algo malo o algo vergonzoso.



¿Te parece familiar?
Aldo entró directamente al laboratorio de la agencia de investigaciones. “Hey, Aldo Callahan”, le saludaban, pero él los ignoró, su mente estaba concentrada en algo más. Se acercó con Rodolfo “Rudy” Hickox, uno de los expertos en informática y sistemas de la institución; su cubículo era toda una bodega, más parecido a una ratonera con esos aparatos y cables turados por todos lados.
-Rudy, ¿cuándo piensas salir a tomar los rayos del Sol? Está muy oscuro aquí abajo. O al menos limpia un poco, éste lugar huele horrible; seguro tienes un serio problema de cucarachas.
-Si las tuviera, serían mis cucarachas, Callahan.
-Está bien, hombre topo. Tengo un trabajito para ti. ¿Podrías investigarme el historial de llamadas enviadas y recibidas, así como los mensajes de texto y sitios web visitados desde éste celular las últimas dos semanas?
-Demasiado específico. ¿Qué te traes entre manos?
-Pues, es algo que los franceses llaman “un no sé qué”. ¿Lo harás?
-Claro que sí, siempre que sigas haciéndome el paro con Rosita, la de los tacos de afuera.
Aldo recordó de momento un plato con tacos envuelto en una bolsa de plástico que Rosita le había enviado a Rodolfo, los sacó de su maletín. Olía demasiado a cilantro y cebolla.
-Casi se me olvidaba, toma. No sé cómo soportas comer eso, apesta a caca –reclamó el oficial-. Manda lo que tengas a mi correo.
Rudy agradeció el favor, se saboreó los tacos y se puso a trabajar. Aldo salió y caminó a su oficina. Llegó a los cubículos de los detectives, donde todos estaban conversando del caso de los activistas desaparecidos, era muy extraño que no hubiera una sola pista, ni un pelo fuera de lugar. “Seguro están cogiendo”, comentó el capitán minimizando el asunto, y se pasó de largo. Un grito ensordecedor que pronunció el nombre del infame agente. Aldo corrió hasta la oficina del comandante de ésta delegación de la agencia.
-Señor, el capitán Aldo Ruiz –lo presentó el asistente del comandante-.
-Ruiz, tome asiento. Mucho lamento lo que ocurrió ese día en la carretera, nada podía hacerse. Guardamos en nuestros corazones el luto por esos amados muchachos caídos en el cumplimiento del deber. Por otro lado, quiero hablar con usted de algo grande para nosotros. ¡Esto es tan bueno que salvará la reputación de la Agencia de Investigaciones en todo el estado! ¿Qué puta madre huele tanto a cebolla y cilantro?
-Creo que es Rudy, señor. Está comiendo tacos.
-¡Increíble! Hasta acá apesta a caca esa cosa.
El comandante Olivera, un hombre de sesenta años de edad, cerca de cuarenta en servicio activo, se levantó de su cómodo asiento de piel y caminó a lo largo del muro donde tenía expuestos todos sus reconocimientos, condecoraciones y fotografías más preciadas; en una de las imágenes, el ex Presidente de la República, Miguel de la Madrid, le condecoró con una medalla por repeler el movimiento estudiantil al entonces teniente, quien estaba postrado en una camilla de hospital. Olivera se detuvo frente a una ventana que daba a la calle, de la que se iluminaba toda la habitación, para contemplar el paisaje aún silvestre al frente de las instalaciones.
-Quiero que tome el caso de los putitos, capitán.
-Pero, jefe. No hay una sola evidencia de la que podamos partir –protestó Ruiz-.
-Eso es precisamente lo que hace éste asunto muy importante, su elevado nivel de dificultad. Sé que usted es capaz de resolverlo. Aunque quisiera que dejara de lado algunas de sus formas de proceder.
-No sé de qué habla, jefe.
Olivera volteó para echar una mirada ojo a ojo.
-El gobernador fue muy claro cuando dijo que no quería muertes colaterales en nuestros operativos. Pero dado a que eres el único que ofrece resultados, no los que quisiéramos, pero cierra casos, es que te otorgo ésta misión. Sobre mi escritorio está un sobre con…
Antes de que pudiera terminar su frase, disparos de metralla entraron por la ventana rompiendo el cristal y matando al comandante instantáneamente con algunos fragmentos en su cabeza. Todos se echaron al suelo, algunos corrieron por escopetas mientras que los demás dispararon por las ventanas a ciegas. Todo el edificio era objetivo de los disparos, algunos oficiales cayeron heridos, los guardias del exterior estaban tendidos sobre el suelo ya muertos. En una brevísima oportunidad, Callahan se asomó y vio dos camionetas tipo Land Rover de las que alguien disparaba. Dos minutos duró el ataque y los sicarios se retiraron. Algunos autos patrulla emprendieron la persecución, Aldo solicitó un conteo de bajas. El servicio médico y forense no tardó en llegar, con tristeza para los oficiales que compartieron buena parte de su vida laboral con el comandante Olivera, se llevaron su cadáver.
-No había razón para que nos atacaran, capitán –susurró apenas con su aliento el trise asistente de Olivera-. El comandante era como mi padre, él me entrenó en la academia.
-Entiendo cómo debes sentirte, Morán. Pero, en vez de que te lamentes todo el día, vendrás a ayudarme con éste caso. Revisa las cintas de seguridad antes que otra cosa, y dame detalles. Te espero en el estacionamiento en una hora.
Aldo tomó el sobre que le había entregado el jefe y se fue a su camioneta. El sobre contenía fotografías del rostro de cada integrante de la fundación Amar la Luna, que integraba a varios activistas en favor de los derechos de los homosexuales, algunas fotografías de ellos en eventos públicos, así como algunas impresiones de su sitio web y el directorio de la fundación. En la lista de “amigos y asesores” figuraba el nombre de Fabián Ricarte. Al fin Aldo tenía una pista del caso de su cuñado desaparecido, pensó en llamarle a su hermana a sabiendas de que podría arruinar los avances; impaciente, soltó los papeles sobre el asiento del copiloto y sacó la laptop que tomó del departamento, la encendió y con urgencia comenzó a revisar algunas carpetas en busca de cualquier cosa relacionada con Amar la Luna. No encontró documentos, fotografías ni carteles, curioso. Se calmó y relajó un poco sus hombros, encendió el estéreo para escuchar a Herb Alpert, reclinó un poco su asiento y cerró los ojos para concentrarse.
-Capitán –Callahan brincó del susto cuando habló Javier Morán exaltado e hiperventilado casi en su oreja-.
-¡¿Qué mierda pasa contigo, muchacho?!
-Lo siento, señor. Hemos revisado los videos, parece que fue un trabajo interno.
-Repite eso, por favor –Aldo no creyó escuchar bien-.
-Las camionetas salieron de éste recinto, aunque no tenemos registro de que hayan entrado.
-No sé qué decir. Por ahora ignoraremos eso, tengo ya algunas pistas.
El agente consultó el correo electrónico en su celular. Rudy envió un avance de la información. “Harry, hay un número que ha sido marcado varias veces desde el dispositivo que me dijiste. El teléfono está registrado a nombre de la fundación Amar la Luna, ¿te parece familiar? Hay otros teléfonos pero los tengo identificados como de familiares, amigos y trabajo. Es todo lo que puedo ofrecerte. Como esto no es oficial, veré si por mis medios puedo conseguirte la localización actual de esos dispositivos, ya sabes que ésta gente revisa quién está observando. Saludos.”
-Javier, demuestra que vales algo. ¿Sabes qué es Amar la Luna?
El muchacho se quedó pensando, consultó en su Tablet una lista de contactos e informantes.
-Creo que deberíamos visitar al Tío Catarina.
-¿Quién? Sé más claro, por favor.
-El Tío Catarina.
-¿Quién es ese, dónde lo encontramos?
-Lo siento, sólo tengo los sobrenombres. Quien conocía su ubicación era el comandante Olivera.
-Busquemos a ese pendejo, entonces. Ese aparatejo tuyo nos será muy útil.
El agente Aldo Ruiz arrancó y emprendió marcha al centro de la ciudad vía J.B. Lobos. Antes de poder salir del recinto, condujo tan imprudentemente que se echó sobre los peritos obligándoles a soltar los cadáveres para poder hacerse a un lado.



El Tío Catarina y la nota roja.
En el librero, rebosante de libros de periodismo, álbumes fotográficos y revistas de chismes, sonó impaciente y con potencia el teléfono de edición especial de Betty Boop. El elevado volumen de la música del estéreo impedía que Beatriz y Thania oyeran, y ya era la cuarta vez que llamaban, pero en el cambio de pista el ring continuó y fue como se dieron cuenta. La reportera estaba algo tomada, peo así fue a contestar, tambaleándose y con su tercera cerveza de medio litro en la mano; a su paso se tropezó con el sofá, la mesita de centro y con ella misma. El montón de peluches escondía el aparato, el tono impacientó a Thania y fue hasta que su amiga descolgó que respiró aliviada profundamente. Aquella apenas podía formular palabra, su etílica lengua se escurría como gusano intentando escapar, tomó un tiempo para concentrarse y pronunció muy pausadamente para poder articular sus frases.
-¿Sí? Casa de citas de Bety, ¿con quién quiere echarse un palito?
Soltó una risilla de picardía mientras que la antropóloga no sabía qué hacer con su cara de vergüenza. Al otro lado de la línea, Basilio Dauzón, jefe de información del periódico, planeaba cómo fastidiar a Beatriz abusando de su indecoroso estado.
-Ay, Bety. Cuando dices esas cosas uno ya no puede saber si estás sobria o ebria. Si los penes volaran, tu boca sería un aeropuerto.
El bulto de piel canela y anchos hombros que parecía ella desde la perspectiva de Thania echó a reír, una risa tonta y potente, como si cada palabra de Basilio fuera risible.
-A ver, mujer. Presta mucha atención. Quiero que te pongas los calzones y vayas al mercado Unidad Veracruzana, cubres nota roja, se quemó una cantina, para variar. por favor, ¡por favor! No vayas a tomar nada de alcohol allá, con lo que tienes de sangre en el alcohol basta. Perdón, con lo que tienes de alcohol… Olvídalo. Quiero esa nota, ciao.
Colgó. Bety seguía muerta de la risa con el teléfono al oído. Para suerte suya, el altavoz estaba activado y Thania escuchó las instrucciones; tomó a su amiga del brazo y la sacudió para que se centrara en su trabajo.
-Ay, corazón –dijo con problemas y entre risas-. Ya me oriné.
Tomó un respiro y se dobló de las carcajadas. La otra no tuvo opción, la jaló y echó a la cama, conteniendo el asco le quitó los calzones y le puso un juego limpio. Buscó un pantalón en el closet, pero encontró una enorme columna de vestiditos y faldas propios de una puta. Arrinconado abajo, echo bola y con pelusa, un pantalón de vestir negro, lo zarandeó hasta el cansancio y le echó perfume. Ya vestida Beatriz y adolorida de su ataque de risa, tomó sus cosas y se fueron ambas al punto en un taxi. Al llegar, acogía a los edificios una cortina de humo negro. Elementos de seguridad acordonaban los accesos, ni un civil quedaba dentro excepto los damnificados directos. Thania presentó sus credenciales, la de Bety como reportera y la suya como antropóloga, le dejaron entrar pues creyeron que era un perito forense. Avanzaron un par de cuadras, todos los locales estaban cerrados, algunos aparatos seguían encendidos, las mesas de las fondas aún tenían comida encima y varios carritos de mercancía estaban tirados en el piso. Adelante, dos camiones de bomberos apagaban sus bombas, los paramédicos brindaron los primeros auxilios a quienes alcanzaron a respirar el humo. El director del departamento de Protección Civil las detuvo en seco.
-¿Ustedes quienes son?
-Prensa, papito –respondió la cruda-. Venimos a reportar lo que pasó aquí y a cargarle la manguera a los bomberos.
El funcionario no supo reaccionar ante los directos comentarios de la morena. Sólo les dijo dónde estaba el dueño del local para que empezaran por ahí. Recibió de Bety otro elogio con connotación sexual. Se acercaron a Uriel Mendoza, el propietario que lamentaba los trágicos hechos con lágrimas en los ojos, sentado sobre una reja de cebollas con cáscara vieja.
-¿Uriel? –lo reconoció Than-. Uriel, ¿te encuentras bien?
-¿Lo conoces, perra? Pues, presta pa’ la orquesta –dijo Beatriz aún bajo los efectos de la bebida-.
-Fuimos mejores amigos durante la secundaria y el bachillerato. Hasta que se puso de novia. Querida Thania, hace tanto que no te veo. Te he extrañado, ¿sabes?
-Ay, Uri. No supe de ti ni tuve cómo comunicarme contigo. Aunque supongo que tu ni lo intentaste, culerito.
Se le acercó Thania y lo abrazó, él la evitó porque le apretaría la caja torácica y no podría respirar bien. Charlaron acerca de dos o tres asuntos de sus vidas hasta que Beatriz recobró el conocimiento, encendió su grabadora y soltó la pregunta.
-¿Cómo se originó el incendio?
-Bueno, nena. Te puedo asegurar que no en mi cocina, ni en mi bar ni en mi instalación eléctrica.
-¿Alguien puede decirnos qué pasó?
-Bueno, me dijeron que todos están muertos. La verdad, yo estaba atrás haciendo mis cuentas, solito. Cuando oí la explosión cerré la puerta de seguridad, impenetrable, no como yo, ¿eh? Yo soy todo lo contrario. Salí por la ventana y me metí al edificio de al lado. ¿Te imaginas? Son siete pisos, tremendo, ¡cosa atroz! Escuché los gritos, no sé cómo se organizaron para escapar ni nada todos en el mercado. Quisiera poder decir que no hubo víctimas fatales, pero mentiría.
Los bomberos bajaron del edificio con algunos restos humanos calcinados. Uriel se llevó la mano a la boca y rompió en llanto. Las muchachas prefirieron no ver.
-Señor Mendoza –inquirió la entrevistadora-. ¿Sospecha de alguien? Seguro algún competidor desleal, alguna venganza.
Uriel lo pensó. Bajó la mirada y guardó silencio un rato. “No, nadie”, respondió sin aliento.
-Lamento no poder ayudarles más –dijo dirigiéndose a Thania-.
-Corazón, piensa, debe haber algo.
Irrumpieron en la escena Morán y Callahan, caminando impacientes hacia el dúo investigador. Miraron de reojo lo que hacían los bomberos sin distraer su paso. Than se acercó a su hermano, quien la ignoró. Javier Morán sacó su placa para identificarse ante la víctima sobreviviente.
-Agencia de Investigaciones. Capitán Ruiz y sargento Morán. Quisiéramos hacerle algunas preguntas imprescindibles.
-Me niego. Lo que necesitan saber ya lo dije a las reporteras, pídanles la grabación.
Aldo Ruiz, con sus lentes de sol tipo aviador y un cigarrillo pendido de la comisura de sus labios hizo un gesto de desagrado frunciendo la boca y el ceño, apretó su puño. Cual monje, con mucha paciencia pidió a las mujeres que se retiraran; por el tenso momento prefirieron hacer averiguaciones por otro lado. El oficial dio un par de pasos hacia adelante, se inclinó recargándose sobre sus rodillas.
-Buscamos al Tío Catarina –dijo-. ¿Conoces al Tío Catarina?
Uriel se sorprendió de que le llamaran así. Le miró retadoramente a los ojos y se puso de pie. También dio un paso hasta estar cara a cara con ese rudo policía. Escrutó cada milímetro con la mirada y acercó su rostro hasta que casi se tocaron con la nariz. Al fondo, sobre el costado común de ellos, unos niños se llevaban la verdura que estaba en el suelo y Moran los correteaba.
-Yo –respondió Uriel-, soy el Tío Catarina. Nadie me llama así. Dime quién eres.
-Un poli, ¿quién más? Mataron a un amigo mío por algo de lo que tú sabes. ¿Sabes qué es Amar la Luna?
-Bueno, poli. Muchas civilizaciones antiguas rendían culto a la luna, si es que de eso hablas.
El muchacho, vivo retrato de Clint Eastwood, apretó el contacto nariz con nariz. Bufó y casi se podía apreciar el vapor que exhalaba. El viento sopló, algo de basura voló por el aire o rodó por el suelo. A la distancia los veían los bomberos, algunos de ellos apostaron a que se darían un beso.
-Fundación Amar la Luna –especificó Aldo-.
Uriel Mendoza se apartó, sacó una cigarrera del bolsillo y un encendedor. Tragó y soltó una gran bocanada de humo. En la segunda exhalación hasta hizo aros. Miró para arriba, a la planta alta incendiada del Hotel Londres, donde Catarina’s Bar abría todo el día y toda la noche, pero que desde ese momento ya no podría hacerlo.
-Mi bar era un refugio. Era un bar de ambiente, ¿sabes de qué hablo? Un bar gay. No era para cualquiera, no; era para quienes no se conocían públicamente así. Bebían un trago, conocían a otras personas, charlaban, intercambiaban experiencias. Una sola regla, nadie mantenía contacto con otros fuera del bar, para evitar cualquier situación. Muchas personas se hicieron buenos amigos. Yo mismo hice grandes amigos allí. Ahora, ¿qué me queda? Catarina’s nos mantenía unidos. Era mi vida –dijo con rabia y un torrente de lágrimas-.
-¿Por qué Catarina?
-¿Eres pendejo o qué pedo? Hay unos bichitos rojos con puntos negros en sus alitas llamados catarinas. Y a las catarinas también se les conoce como mariquitas. ¿Entiendes, wey? –los investigadores se quedaron atónitos-. Ahora. Amar la Luna es una asociación civil que lucha por los derechos de quienes aman personas de su mismo género. A mi parecer es tonto que, por ejemplo, dos hombres adopten y críen a un niño; ¿dónde queda la instintiva figura materna? Por otro lado, está bien que sea una alternativa para ofrecer a los críos una familia. En fin, mis ilustres amigos. Esa organización nació aquí hace cerca de seis años, no hay un presidente conocido, pero sí asesores sobre diferentes áreas. Sesionaban aquí, les advertí sobre la regla y me ignoraron; nunca me involucré al respecto. Como asociación dejó de funcionar hace cosa de cinco meses, pero dejé de saber de ellos hasta hace unos diez días. Es más, salió en el periódico éstos días. Es todo lo que sé.
-¿Anotaste, Morán?
-Sí, señor.
-Quizás alguien les pueda hablar más –continuó el interrogado-. Un experto en leyes que asesoraba a Amar la Luna, seguro él sabe quiénes dirigían todo el asunto. Oscar Blanchet.
Pronunciaba apenas las últimas letras cuando cayó muerto al suelo. En la parte superior derecha de su espalda un sangrante agujero de bala. Todos se tiraron al suelo. Los oficiales buscaron un tirador entre los edificios. Uno de los policías que acordonaba el área vio algo moverse en el techo del edificio principal del mercado y salieron en su persecución repartidos en dos equipos. Thania y Beatriz se acercaron al cuerpo de Uriel gritando histéricas. Uno alcanzó a ver al asesino y disparó. “¡Lo queremos vivo!”, se escuchó por delante. El reducido espacio impedía que avanzaran rápido, un par de disparos hicieron caer a un policía municipal, por el otro lado una explosión de granada hizo que todos se tiraran pecho tierra. Entre el humo vieron como el individuo saltó desde la planta alta y corrió a la calle, de vuelta al laberinto de locales ambulantes del mercado todos corrieron como locos. El apodado Callahan sacó su Mágnum 44 y disparó una vez, acertando en la rodilla y volándole la mitad de la pierna al individuo. La sangre salió volando, empapando los locales de comida y de ropa. Justo cuando creyeron tener en sus manos al asesino, otro tirador lo mata, ésta vez al final de la calle y desde una camioneta Land Rover.
-¡Javier, son los que atacaron la jefatura; corre babrón!
Cubrieron su avance disparando sus armas, los hombres de la camioneta emprendieron la huida. Aldo tomó un atajo para salir a la calle, donde alcanzaron a ver el vehículo. Una motocicleta mal estacionada y con sus llaves puestas fue lo primero que vieron, como anillo al dedo. Inició un tiroteo sobre la avenida Allende en sentido contrario en el carril de sur a norte. Aldo intentaba hacerse bolita en la motocicleta ante los disparos de las Kaláshnikov enemigas, para escudarse. El joven sargento, sentado atrás y sujetado quién sabe de dónde, disparó cada bala de su cargador sin dar en el blanco. Varios autos hicieron carambola, otros saltaron el camellón y cayeron de cabeza sobre el otro lado de la vía carretera. Cambiaron de carril bruscamente, sorteando los autos que potencialmente los embestirían. El Sol en el cenit indicaba el medio día. Ruiz tomó su arma con la mano izquierda y se abalanzó hacia la derecha, el tirador acababa de cambiar cartucho y se asomó para alinear su disparo; en un movimiento preciso y calculado como si se tratara del Plan Divino, al presionar el gatillo de la Mágnum la bala se convirtió en un feroz proyectil que voló de cañón a cañón hasta el arma del contrincante, entró en la recámara de la bala y la hizo explotar, igual que la reacción en cadena del resto de la carga del cartucho que estalló en la cara del hombre a quien perseguían. Una esquirla le dio al conductor de la camioneta haciéndolo perder el control hasta que se estrelló con una pipa transportadora de combustible. Fue un espectáculo de luces en pleno día. Ambas unidades ardían en llamas hasta las cenizas, y con ellos toda la evidencia sobre la identidad de los asesinos. La motocicleta se detuvo a escasos metros, Aldo guardó su arma, ajustó el cuello de su camisa y el copete de su peinado; emprendió con su pasajero la media vuelta.
-Mon amí, esto va para la nota roja –dijo el capitán con su risa sarcástica-.



Epílogo.
El taxi del servicio de “gran lujo” circulaba por el boulevard de Veracruz, de norte a sur. Desde el hotel Rívoli, la asistente de la gerencia había solicitado el servicio como era acostumbrado por su jefe para ir a su casa siempre que salía después de las 10 de la noche. Fabián Ricarte dejó en orden toda su papelería de salida, los asuntos que había terminado para descartar al día siguiente; ya no tenía pendientes para el día siguiente, así que estaba dispuesto a desvelarse esa noche. Su computadora hizo el sonido indicador de que estaba apagándose, se levantó de su amplio y comodísimo asiento ejecutivo de piel negra en el que siempre se quedaba dormido. Dio dos palmadas y las tenues luces cálidas se apagaron, sólo quedaba la débil luz de la lamparita de mesa junto que le indicaba el camino de salida en medio de de la enorme oficina en la cima del edificio. Se detuvo ante la puerta para revisar que llevara sus cosas en el bolsillo. Afuera, las luces de la ciudad comenzaban a extinguirse y algunas titilantes alcanzaban a mandar sus destellos hasta el gran ventanal. Suspiró, en seña de que fue un satisfactorio día de trabajo, y salió. Volteó a la izquierda donde su secretaria.
-Hasta mañana, Berenice.
-Hasta mañana, Licenciado. Su taxi ya llegó y le espera en la planta baja.
Fabián siguió avanzando hasta el elevador, al fondo del corredor. Revisó su celular, la empresa de taxis le envió la información del conductor y la unidad de transporte, pues son sus nuevas medidas de seguridad. Llegó directo a la planta baja, pocos empleados hacían guardia esa noche. Hizo algunas frases de despedida de fórmula para salir rápido, el Bell Boy le abrió la puerta trasera del taxi y entró. Su traje se le arrugó, le fastidiaba eso, y más usar traje todos los días. Volvió a tomar su celular y marcó un número.
-¡Hola amor! Hoy saliste temprano –dijo la dulce y suave voz de una señorita por el teléfono-
-Hola, Thania. Te extraño, hace tres días que no te veo. Sé que aún vives sólo porque me contestas las llamadas y nos comunicamos por Facebook. A veces no sé si me estoy enamorando más de internet o de ti –respondió Fabián en tono melancólico y flaqueante.
-¡Ay, ya! Jajaja. No seas menso. Para éste fin de semana ya termino el proyecto y me despido para siempre de Chihuahua para irme contigo a Veracruz. ¿Te acuerdas de mi amigo al que le da envidia que hable contigo? Te manda saludos.
-¿Qué? ¡Ja! Pobre vato. No sé lo que piensa, pero ni modo que no hable yo contigo. Somos profesionales en lo mismo, trabajamos en cosas tan distintas, nuestro camino se ha dividido para ambos en muchas ocasiones, siempre hemos salido adelante. Obvio no dejaré que un idiota como ese me quiera desbancar.
-Bueno, bueno –interrumpió rápidamente Thania-. No le he permitido salirse de su papel de amigo. El fin de semana que te vea quiero estar contigo todo el día. Aunque no salgamos de la casa para nada. Recuerda que no quiero ver que te paseas en ropa interior, así que aprovecha los días que te quedan.
-Está bien, Than –respondió sometido Fabián-. Te amo. Ya pregunté en el aeropuerto si puedo recibirte con mariachi y me dijeron que sí.
-¡Ay, no te soporto! Jajaja, ¿en serio? ¡Qué lindo eres, mi amor!
Intercambiaron besos por teléfono y se despidieron melosamente. El chófer del taxi sólo veía por el retrovisor y compartía una sonrisa con su pasajero, pues ya era una persona de confianza para Fabian.
-Es bueno ver tanto amor en una pareja tan joven.
Recibió en respuesta un gesto de agradecimiento. Habían llegado a Hernández y Hernández. Fabián pagó la tarifa de siempre y salió del taxi. Dentro estaba tan frío el aire acondicionado que se empañaron sus lentes, los guardó en una bolsa de su saco. Caminó lentamente hacia la puerta de entrada independiente a su departamento mientras suspiraba; hablar con Than le había alegrado la noche. Entró y subió la larga escalera, dobló a la derecha hacia la sala de estar, se dejó sólo prendas lijeras; junto al sofá estaban sus Crocs y su laptop. Antes de sentarse, se estiró, contempló la oscuridad y volvió a suspirar.

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