domingo, 4 de mayo de 2014

Amar la Luna. Parte II.

Por Antonio Alonso.

* Me recordó a Dedos en la Nuca. Un recopilatorio de los mejores cuentos de horror de este planeta llamado Tierra. Me gustaron mucho. Muy locales, jejeje...
*ya???!!!! y el resto???!!!! muy buena Toño!!!
*Los necrofilos mayates jajajajajaja.... pero yo sigo intrigada con el personaje extraño del bar del tio catarino.


Un palo por el culo.
Javier Morán apenas podía caminar. Aldo Ruiz iba apoyando su peso completo en el joven sargento; Tardaron un poco en volver a la escena. El Tío Catarina subió a revisar su bar en cuanto los bomberos terminaron su trabajo.
Bety tomó su celular para consultar la hora y se espantó al ver varios mensajes de texto y llamadas perdidas de la oficina de su jefa. Angustiada y con desesperación, le dijo a Thania que la acompañe a reportarse. “Natalia escupe fuego cuando está furiosa”, comentó la reportera sobre su jefa. Antes de partir ellas, los policías volvieron, con las ropas quemadas y rasgadas, algunos arañazos en la cata y el pelo alborotado. Beatriz dijo a Aldo a dónde irían y siguió su camino. Junto al camión de rescatistas, el jefe de bomberos esperaba para dar su parte al capitán, tenía a su lado algunos tanques de gas asegurados y fotografías digitales de todo el lugar; en cuanto aquel se le acercó, le dijo que todo fue provocado intencionalmente.
-Coño, dígame algo que no sepa a éstas alturas –respondió Ruiz-.
Compartieron evidencia, algunos comentarios y observaciones mientras los paramédicos revisaban a los agentes. En una camilla llegaba un cuerpo dentro de una bolsa negra, el cadáver del tirador. Aldo Ruiz intentó identificar lo poco que se distinguía del rostro, pero no era alguien conocido. Le escupió en la cara, puso tierra en su boca, le rompió algunos dientes con un puñetazo, cerró la bolsa y ordenó que se lo llevaran. Protestó el camillero, “¡Oiga! ¿Qué chingados le pasa?”, y Aldo puso su mano sobre el mango de su pistola.
-Está bien, está bien –contestó el camillero con sumisión-.
Un grito desgarrador hizo eco en el área del mercado. El bar humeaba nuevamente, alarmando a todos, tomaron nuevamente su equipo y volvieron al lugar; los agentes y otros pares de policías escoltaban el contingente por delante, pistolas en mano. La escalera principal y el elevador estaban bloqueados, subieron por la escalera de servicio, por donde el humo también ennegrecía el ambiente. Unos bomberos derribaron la puerta del bar y se apresuraron a abrir todas las ventanas. En medio había una bola de fuego, una hoguera que ardía como si se tratara de una bruja en el tiempo de la Inquisición Española. Apagaron el fuego como pudieron luego de varios minutos. En medio había una figura humanoide clavada en un palo.
-Es el Tío Catarina –sugirió Aldo sin dudarlo-, lo empalaron vivo y le prendieron fuego. Al menos murió feliz, como le habría gustado, con un palo en el culo.-
-¿Cómo puede decir esas cosas? –pregunto disgustado un rescatista-.
-Sólo no le importa hacerlo. Una vez que lo escuchaste, nada puedes hacer por quejarte, te ignorará tajantemente –respondió Morán con paciencia de maestro rural-. Es así, es como la vida, sólo sucede y ya.
Ese día fue productivo para alguien. Nadie sabe para quién. Un bar incendiado hasta las cenizas, dos cadáveres y respuestas vagas. ¿Cómo encajarían esas cosas? ¿Cuál habría de ser la siguiente pista? Quizás buscar otro sospechoso que aparezca en la lista de personas relacionadas con Luna. Todos los policías locales se dedicaron a adelantar sus reportes, la zona de desastre fue clausurada. Aldo y Javier caminaron varias cuadras en silencio sin voltear más que para cruzar las calles. Dando las siete de la noche, las luminarias y faroles de la calle se encendieron, un señor empujaba su carrito de esquites y chicharrones chiflando una tonada de alguna canción vieja que a Aldo Ruiz le recordó el Trololo, y empezó a silvar también. A su paso, todos  evitaron cruzarse en su camino al ver sangre en sus rostros y ropa. No se detuvieron sino hasta el Parque Zamora, tomaron asiento en la nevería Yucatán y ordenaron un par de champolas de chocolate, los meseros les observaron con miedo y los atendieron temerosos y temblando. Los lúgubres personajes, como salidos de una tétrica historia de zombis, inspiraban miedo y misterio, con sus miradas perdidas y silencio inquietante. Javier suspiró antes del primer sorbo de su bebida, tomó su lista y buscó entre los nombres y perfiles algo útil.
Beatriz decidió entrar al periódico por el acceso trasero, para que nadie la viera llegar tardísimo. Se escabulló hasta su cubículo con la cautela que nunca tuvo, aun así todos se dieron cuenta menos su jefa. Natalia gritó su nombre, como lo hizo cada dos minutos toda la tarde en repeticiones de tres, algo así como un eco; la morena indiscreta se levantó rápidamente y se reportó. La directora del periódico ni siquiera la volteó a ver para darle, más que instrucciones, órdenes.
-Tres cosas. Primero, tenemos que sacar la nota de Corina. Redáctala, ya nos dijo cómo la quiere. Menciona que realizaron obras sociales den sesenta colonias, con más de doscientos mil beneficiados y con una inversión histórica de un billón de dólares. Me la enseñas antes de mandarla. Segundo, apenas me acordé que no he comido, por favor tráeme un café y una canilla.
-Claro que sí. ¿De dónde los quiere?
-Del Café del Portal. Tercero, tengo aquí éste bolso naranja con verde que me regalaron.
-Ay, sí. Qué bonito está.
-No me gusta, lo odio. Me acordé que pronto será tu cumpleaños. Toma, feliz cumpleaños.
Le acababan de regalar a Beatriz algo indeseable, un espantoso bolso naranja con verde. Si se tratara de la película Chiles Jalapeños, seguro sería como esa escena en que las personas se pasan de una a otra un objeto que nadie quiere y que nunca se aprecia claramente de qué se trata. La periodista salió con Thania por el café y empezó a adelantar la nota en el procesador de textos de su celular, empleando muchos calificativos, adornos, alegorías y frases rimbombantes.
Thania quería distraerse platicando de cualquier cosa, entonces habló de lo primero que se le ocurrió.
-Oye, ese bolso…
-¡Cállate!



El inglés que comía ajos y tenía una canica en vez de ojo.
Con varios litros de malteadas de chocolate en el estómago, los detectives volvieron en sí. Morán tenía ya el nombre de otro posible informante, Joshua Clay, “un inglés criado desde pequeño en Veracruz a la manera inglesa y con modales de veracruzano”, así lo describió a su superior.
-Entonces no perdamos el tiempo y vayamos mientras, seguramente, sigue despierto.
Aldo pagó la cuenta con tarjeta de débito, misma que sacó del cuerpo del tirador disimuladamente mientras llevaba la atención de todos a su rostro. Llegaron al domicilio, la calle Negrete a una cuadra del parque Zaragoza, un caserón estilo antiguo con ventanas altísimas y un descuidado jardín. La rejilla de la entrada estaba abierta y entraron. Las luces estaban apagadas, excepto la débil luz de una vela que se veía a través de la ventana; un radio viejo tocaba canciones de los años veinte. Ese aroma a naftalina, que es casi común en las casas viejas habitadas por ancianos que acumulan toda clase de objetos. Casi podían escuchar las polillas devorando todo en el lugar. En cuanto abrieron la puerta, les sorprendió por la rendija de un costado el cañón de un mosquetón.
Había un interfón con una cámara que recordaba mucho a HAL 9000 de Odisea en el Espacio, por lo que era intimidante. Con un acento español perfectamente mexicanizado, preguntó una voz.
-¿Qué mierda quieren?
-Agencia Veracruzana de Investigaciones, buscamos a Josh Clay.
-Le dejaré entrar si me responde. ¿Cuánto tiempo hay que esperar para cocer un huevo duro?
Mientras Javier pensaba la respuesta, Aldo el Sucio pateó la puerta rompiendo la chapa y entró.
-Déjate de mamadas, viejo.
-Si son mamadas, quiero dos –contestó Clay-.
-Si se trata de un huevo duro, ya está cocido, pero tú déjame las bolas en paz.
-¡Maldito Callahan!  Me lleva la mierda, cuánto tiempo sin verte, pinche negro hijodeputa.
-¿Negro?
-Un chiste entre nosotros, Morán, le respondió el sargento.
Por cerca de una hora platicaron sobre lo que ya se sabía del caso y la muerte del comandante Olivera. Clay les había servido té de naranja y galletas de animalitos, “es lo que me queda de las despensas que dieron en campaña las elecciones pasadas”, dijo el viejo. Javier no podía probar bocado porque el rostro del anfitrión en verdad daba miedo y, para colmo, comía ajos como si se tratara de cacahuates.
Josh Clay dejó lo que comía y se levantó de su asiento, caminó hacia su destruida puerta y se quedó bajo el umbral. La luna se reflejaba en la canica que llevaba por ojo. Se volteó y, en seña de revelación, clavó la mirada de su ojo bueno en la del asustado sargento. Él, dijo, fraguó la idea de crear Amar la Luna; diseñó las estrategias e integró personas al proyecto.
-Amar la Luna no era originalmente para lo que dicen que es. De hecho, todos los que tienen que ver con ello han muerto de maneras espantosas, algunas parecen accidentes o causas naturales. Sin embargo, todas espantosas. Pocos quedamos vivos.
-¿Qué es Amar la Luna? –inquirieron los agentes-.
-En aquel bar, había un joven apellidado Luna. Sin carrera, sin oficio, sin aspiraciones, sin una vida regular conocida, ofrecía afecto no correspondido –peló un ajo y se lo comió-. Era un hombrecillo extraño que de repente un día se suicidó; más raro que eso fue la desaparición de su cuerpo, nunca lo reclamaron pero tampoco permaneció en la morgue.  La fundación busca evitar que sucedan éstas cosas, brindamos amor, no sexo, amor. Verán, éste tipo repetía constantemente que tenía en su poder un libro que le ayudaría a recibir el amor que le fue arrebatado, ¿por quién?, no sabemos. El libro, aseguraba, era el Necronomicón. Pero eso es un mito, al menos yo odio los mitos. Hay mitos por todos lados, sobre dioses terrenales, dioses aliens, hablan de héroes, seres fantásticos, etcétera. ¿Por qué alguien creería en un mito así? Peor aún, sentirse partícipe de ese mito a esa escala tan preocupante. Hitler decía tener la Daga Sagrada del Destino, y eso no pudo evitarle la muerte. Digo, se trata de historias creadas para hacer que las personas tengan algo en qué creer, fundamentar su fe. Si destruyes un mito, ellos lo defienden hasta la muerte. Ahora bien, el Necronomicón es supuestamente el Libro de los Muertos, ¡qué tontería! Supuestamente lo escribió un monje loco, con tinta hecha a base de sangre, y está forrado con piel humana, biblioplegia antropodérmica. Algo mencionaba sobre que todos deberían leerlo; leí, sin embargo, lo que Lovecraft escribió algo acerca de eso, es un buen libro y la película me gustó más aún.
-Entonces, Luna era ocultista –se aventuró Morán-.
-No lo sé, jamás lo sabré. Nadie conoce su domicilio. Una vez intentamos seguirlo, pero caminamos sin rumbo, detrás suyo, por más de diez horas para sólo volver al bar y así unas tres veces. El tipo no durmió en casi dos días. Dejamos de hacerlo, nos dio miedo; pero nada que sustente que tenga un pacto satánico. Otra cosa que desconocemos es de dónde obtenía su dinero, tanto dinero. Siempre gastaba en cuentas de mil pesos o más. Nuestra maldición fue cuando apareció Amar la Luna. No sólo murieron algunos de nosotros, otros desaparecieron, y homosexuales y bisexuales de ésta y otras ciudades comenzaron a desaparecer por decenas, eso lo sé por mis informantes y amigos. Actualmente, soy mi único informante y amigo, estoy incomunicado y sólo, vivo encerrado y con ese mosquete en la puerta. Los negocios familiares los tengo desatendidos, seguramente ya me los quitaron y, con suerte, ni existen. Vuelvo a lo anterior. Es de miedo relacionar las desapariciones de éstas personas con esas historias desenfrenadas del Necronomicón; me hace pensar que sí existe. Racionalmente no creo en eso, pero me da miedo y no quiero averiguarlo. Por eso vivo atrincherado. No quiero ser el siguiente.
-¡Estúpido Lovecraft! Soñaré con los monstruos que salen en esa película –exclamó Ruiz.
Clay se sacó el ojo de vidrio y lo entregó al sargento Javier Morán, dentro contenía una unidad USB con fotografías y archivos relacionados con Luna, la asociación y sus integrantes hasta los últimos hechos antes de que Joshua se aislara del mundo. Aldo y Javier se retiraron, dejaron la puerta destrozada donde estaba. El inglés que comía ajos y tenía una canica en vez de ojo los despidió a la distancia desde lo que quedaba de su puerta, no tardó en recordar que su trampa debió activar el mosquetón instantáneamente; volteó a todos lados, golpeó duro el suelo y el arma se disparó, volándole la tapa de los sesos.
Nadie escuchó. 


Epílogo.
Consumidor compulsivo de comidas rápidas.
La jornada de trabajo de Fabián fue más ligera que lo acostumbrado gracias a que el día anterior hizo todos sus pendientes. Hasta había ido a trabajar vestido con una camisa de manga corta y pantalón de mezclilla. Se excusó por salir a las cinco de la tarde y nadie lo cuestionó, bajó el ascensor. Mientras escuchaba la versión bossa nova de la Marcha Imperial de Star Wars que él mismo pidió que se incluyera, revisaba sus mensajes de texto. “Mañana será la evaluación final del proyecto, deséame suerte. Te quiero. Than”. Una inquietud y sentimiento de repulsión a sí mismo llenaba a Fabián, subió su temperatura corporal y la oreja derecha se le puso roja, como pasa siempre que se siente presionado por cualquier asunto.
Desde el taxi ordenó pizza para que llegara casi al mismo tiempo que él. Una hawaiana de doble queso con queso en la orilla, y una Coca Cola de un litro bien fría, “la más muerta que tenga”, especificó. Aunque llegó unos diez minutos después que él, la recibió con la misma animosidad. Tomó el caliente empaque por la orilla, pagó el precio exacto al repartidor más diez pesos de propina, olió la pizza a través de un orificio y sintió cómo las papilas se estimulaban en su lengua a la vez que empezaba a salivar.
Su hambre era mucha, pero su ritual antes de comer pizza era más preciado. Subió la escalera, se sentó en la sala y puso la pizza en el asiento de al lado, encendió la televisión en el canal cinco, estaban transmitiendo Malcolm el de en Medio. Levantó la tapa del empaque, recibió el vapor como si se tratara de un suspiro de los dioses, y contempló la redonda forma de su manjar, con el dorado queso aún burbujeando de tan caliente que seguía. Quiso tomar una rebanada pero le quemó los dedos; no esperó y volvió a hacerlo, la sacó sosteniéndola sólo con las yemas y le dio la primera mordida. Los ingredientes se desparramaron en su boca, disfrutó casi orgásmicamente el queso que hacía más de un mes no probaba. Entonces, sucedió lo inevitable. El queso liberó el calor que almacenaba en sus fibras interiores y quemó la lengua y el paladar de Fabián. Echó un grito que hacía eco entre los edificios de su calle; los vecinos, acostumbrados a eso cada semana, lo ignoraron. Se tragó el bocado seguido de un vaso de refresco. Palpó con su lengua el área de daño, un pequeño agujero de al menos un centímetro de diámetro  y unos dos milímetros en su punto más profundo se enlistan en el reporte. Le ardían, pero siguió comiendo. La salsa cátsup y la picante fueron víctimas del uso indiscriminado de éste consumidor compulsivo de comidas rápidas.
Llevaba ya media pizza. El sol pintaba la calle de naranja. Fabián recordó la cita, revisó la hora, las 6:30pm. El almidón contenido en las seis rebanadas que había comido ya perdió su efecto. Una nueva sensación de hambre y nervios transformaron su temple.
Con trabajo, mucho esfuerzo y evitando vomitar, se agachó para amarrar sus zapatos. Se acomodó la camisa y el pantalón, se peinó. Guardó la pizza en el refrigerador, junto con el refresco, en el rincón más escondido de su vació mueble. Guardó su cartera en el bolsillo derecho del pantalón y el celular en el izquierdo, se puso su reloj de pulso. No esperaba llamadas.
Fabián dudaba ahora sobre proceder o quedarse y dormir. Era partidario de hacer cualquier cosa que no implicara salir de sus cómodos aposentos. Por otro lado, tenía el deber moral de librarse de ese inquisitivo malestar.



Rosas para la cita.
Javier se despertó muy animado y estuvo contento durante todo el día en la universidad. Sus amigos le notaron una exagerada emoción de la que nadie pudo sacarle una justificación, al menos no algo concreto o “el dato duro”, decían sus amigos de la facultad de Periodismo. Elvira, su tutora, estuvo hablando algunas cosas con él para acomodar su horario del semestre siguiente, pero le desesperó el aspecto de distraído en el rostro de su tutorado. “Javier, ¡Javier!”, le gritó finalmente. Aquél, inmutado, sólo giró los ojos y, con la boca semiabierta, apenas gimió para preguntar ¿Qué?
-De plano ya no se puede contigo, Javier. No me estás viendo, estás ido, como si vieras a través de mí, como si no estuviera yo. Toda la semana te vi raro, pero ya hoy… Ashhh, exageras. ¿Qué te traes? Soy tu tutora, tengo que conocerte; así que no te vas de aquí hasta que no me digas. Y no me salgas con el cuento de que dolor de cabeza o algo así, porque obviamente no es cierto. A ver, te escucho.
El muchacho intentó evadir la pregunta, le dio largas a su tutora, pero no lograba más que hacerla enojar un poco más con cada palabra, cada sílaba. Javier recorrió de lado a lado el pequeño cubículo, apenas iluminado por la poca luz que entraba por la estrecha ventana, que antes había sido el anexo de una bodega. Se detuvo un instante y, mientras seguía hablando, empacó sus cosas para irse. Elvira seguía sus manos con la mirada, apretó sus labios y, cuando él cerró el broche, ella cerró sus ojos y golpeó su escritorio con la palma de la mano plenamente extendida. Aquella extremidad estaba roja roja, las yemas de los dedos blancas. Abrió y cerró el puño para que hubiera circulación sanguínea, sintió un hormigueo muy fuerte.
-Por favor, vete. Vete, Javier. Debes saber que sólo quiero ayudarte, pero no me dejas. ¿Qué se supone que haya yo, entonces, eh? Dime.
Javier se despidió sin voltear a verla, a quien consideraba incluso una amiga. Tras cerrar la puerta, Elvira tomó una taza y la llenó de un trasto que usaba como cafetera, aquello hervía aún, pero así le gustaba beberlo. Luego, se tomó un puñado de pastillas de pasiflorine, cerró los ojos y se masajeó la sien, para terminar recostándose sobre su incómodo sillón. Sonó su celular, pero lo arrojó por la ventana en vez de contestarlo, cayó tres pisos y se hizo pedazos la carcasa, el identificador de llamadas decía COOR RRHH.
El muchacho atravesó la ciudad transbordando autobuses, desde la universidad en Puente Moreno hasta un departamento que rentaba en el Infonavit Buenavista, “allá refundido en el quinto círculo del infierno”, le decían siempre. Pero se desvió de su ruta un poco, para ir a una plaza cercana al Tecnológico de Veracruz, donde tendría un encuentro muy esperado y aparentemente discreto. Era muy reservado acerca de algo que nadie sabía ni se imaginaba posible de él. Tomó su celular y llamó al teléfono de su citado, era un misterio la identidad del otro chico pues, por su seguridad, lo prefería de ese modo. De pronto, ahí estaba,  tenis Vans, pantalón azul, playera blanca con el estampado de la famosa lata de Campbell’s de Warhol y chaqueta de cuero negra, con unas gafas de sol Ray Ban en una mano y, en la otra, rosas para la cita.
“Yo vengo muy equis”, apenas pronunció Javier. Se le acercó al chavo Campbell’s con timidez, guardó su celular y, de nuevo en voz baja, preguntó algo.
-¿Tú eres Francisco Gil?
Asintió, se puso sus gafas, le tomó la mano y le extendió el ramo.
-Son para ti, pensé que te gustarían.
Javier se ruborizó, no sabía qué hacer. Nunca había salido con alguien, algunas ocasiones en la secundaria con una chica, pero siempre fue espontáneo, nunca algo así y nunca con otro varón. Le había gustado desde que lo vio. Volteó a todos lados y tomó las rosas, mencionando siempre lo incómodo que se sentía por ello y lo feliz que estaba por conocerlo. Caminaron al local de gordas y fritangas y tomaron asiento, Javier se hizo el de la boca chiquita, pero el otro ordenó comida como para tres.
Habían platicado mucho por teléfono antes, y se conocían bien, pero en persona sólo Gil se acopló.
-Conocerte al fin en persona es emocionante. No sabes cuánto lo esperé. Y estoy contento, es sólo que, no sé, es raro. ¿Me entiendes?
-No te preocupes, es normal. Además, si quieres, aunque ya lo sepas, puedes preguntarme lo que quieras –dijo mientras sonreía y se quitaba los lentes, se respaldó en la silla y puso las manos sobre la mesa-.
Hubo respuestas muy breves, casi mecanizadas, que respondían a preguntas de entrevista formal, como su fuera para postularse para algún empleo. 26 años, Técnico Embalsamador, cuatro parejas formales, series policíacas y Los Simpson, Nietzsche. Y así siguió un rato mientras comían. Francisco no quiso preguntarle, porque aclaró que se sentiría tonto preguntando lo que ya sabía, y aquello era sólo un ejercicio para la confianza de Javier. Terminaron de comer y Gil se tomó su bebida, un litro de horchata, casi de un solo trago, el otro se sorprendió. Caminaron sin rumbo para platicar un rato más, y eso hicieron por tres horas hasta que se hizo tarde y comenzó a serenar, entonces casi corrieron hasta la casa de Javier.
Para cuando llegaron, era de noche y estaba lloviendo tan fuerte que las actualizaciones de Facebook, Twitter y Uno Noticias hablaban de que se estaba desbordando el canal de la Zamorana y comenzaba a inundarse el fraccionamiento Floresta. El anfitrión ofreció a Gil quedarse hasta que dejara de llover, le dio una toalla para que se secara y puso las camisas a secar con ventiladores. Se sentaron a la sala y platicaron otro poco, pero Javier no podía quitarle los ojos de encima.
-Mi padre era motociclista –comentó Gil-, ésta chaqueta era de él. Me la dio antes de morir, como su supiera que sucedería.
-Oh, cuánto lo siento.
-No te preocupes. A todos les gusta, a mí me fascina; cada vez que me la pongo recuerdo cada anécdota que me contaba, sobre sus viajes. ¿Te imaginas? Le dio la vuelta a América del Sur rodeándola por las carreteras de la costa. De éste lado, tiene bordado un escudo de cada ciudad importante que visitaron; supongo que eso hace más valioso éste trapo.
Cada vez que coincidían sus miradas Gil soltaba una risa que apenaba al otro.  Se hacía más tarde y la playera de Campbell’s seguía escurriendo agua.
-¿Quieres café?
Gil no contestó, silencio. Tras preguntar, Javier hizo a levantarse de su asiento infructuosamente, comenzó a mirar con sospecha a su cita de esa noche.
-Quiero besarte.
Javier no supo qué hacer y sólo se dejó caer sobre el asiento. Gil se le acercó sigilosamente y lo tomó de las manos para que se levantara, mirada con mirada. Aunque Javier dudaba en cada movimiento, Gil demostraba seguridad. El chico de la playera de Campbell’s lo  tomó de los hombros y bajó sus manos hasta rodear su espalda, lo abrazó y lo pegó contra su cuerpo, rozó con sus labios las mejillas de Javier y bajó al cuello, como su fuera un vampiro. El otro no soportaba la excitación, comenzó a gemir y a ponerse tenso hasta que no lo soportó más y lo empujó con las dos manos; luego respiró hondo, con profundidad, todo el aire que podía cada vez. Todavía estaba tenso y temblaba, pero no podía dejar de ver a Gil, entonces se lanzó de nuevo a sus brazos y, al tocar sus labios, todo fue besos y miradas.
Javier tuvo iniciativa, tomó la mano de Gil y subieron a su recámara, se recostaron en la cama. Muñecos de acción de los Caballeros del Zodiaco, osos de peluche, posters de películas rodeaban el cuarto. Francisco mirando al techo, con un par de ojos perdidos que le buscaban, estaba muy tranquilo, como si no pensara en ello. Javier deseaba que lo tomara, una ola de sentimientos y sensaciones que nunca había tenido era su desasosiego. Era feliz.
Las miradas se cruzaron, no era lo mismo. Los ojos de Francisco Gil eran un par de discos negros con halos blancos que reflejaban el pequeño destello de la lámpara de la calle. Javier se giró sobre su costado sin apartar la mirada. Gil se apoyó sobre su brazo y tomó la mano de su anfitrión.
-Gil, me lastimas.
Apretó la mano de Javier; aterrado, apenas pudo intentar apartarse.  Aquel se le aventó con las dos manos directo al cuello, con los pulgares intentó quebrar la laringe. Javier intentó pelear, procurando alcanzar a Gil con sus manos, incluso lanzó patadas, pero tenía todo el peso de su atacante sobre las piernas. No pudo gritar, las lágrimas de desesperación escurrieron; puso sus manos sin fuerza sobre los brazos de Gil; sus ojos giraron desorbitados y sus brazos cayeron a los costados. Francisco se secó el sudor de la frente y luego le besó el cuello a Javier. Ya no sentía nada, había muerto.
Ahí yacía el pobre estudiante que creyó conocer el amor, con el rostro morado. Gil tomó el ramo de rosas y regó los pétalos sobre la cama y alrededor del cuerpo, encendió algunas velas aromáticas que encontró por ahí y acomodó el cuerpo de Javier de modo que pareciera que duerme; así,  montó una tétrica escena romántica. Se puso su chaqueta y salió como si nada, con la torrencial lluvia a las tres de la mañana. Una camioneta Land Rover se acercó y bajaron dos tipos que fueron por el cuerpo. El muchacho subió al vehículo, sacó una cigarrera de su chaqueta y encendió un Camel. El conductor, con el celular en la mano, lo miro con desprecio y no tardó en quejarse.
-No mames, te taradaste todo el día. ¿Qué tienes en la cabeza?
-Disfruto mi trabajo, es mejor para ellos y yo quedo tranquilo. Es algo así como cumplir su última voluntad. Éste chico, por ejemplo, nunca había tenido una cita. Murió feliz. El último día de su vida fue un día feliz. Si yo logro eso, mover los sentimientos de las personas, y lo he hecho, entonces soy un artista.
-A la mierda tu arte. Necesitamos productividad.
Subieron el cuerpo al asiento trasero, acomodándolo para que parezca que se trata de un pasajero más, y se fueron. Antes de las cinco de la mañana, el lugar estaba lleno de policías; una vecina que toda su vida ha sido la chismosa de la colonia avisó a la policía de lo que vio. Aldo Ruiz y Javier Morán llegaron a la escena. Todo alrededor estaba acordonado, policías por todos lados intentaban dispersar a los metiches. Adentro, los peritos estaban viendo porno en la televisión de la sala.
-¡Qué bonto! –dijo Ruiz y luego aplaudió-.
-¡Señor! Esto, eh..
-Nada, es porno gay. Dos chotos besándose y agarrándose los huevos, ¡esas son puterías! Válgame la redundancia. Morán, tome nota.
-Lo que intentamos decirle, Señor, es que éstas grabaciones son de lo que sucedió anoche en ésta casa. Hasta puede ser parte del caso de la desaparición de homosexuales en la ciudad
El capitán Ruiz hizo una seña para que reprodujeran el video desde el principio para identificar los hechos y a los involucrados. Notó todo, o casi todo, pues la conversación la fueron saltando.
-Y en éste punto comienzan a fajar bien cachondo, Señor –dijo un perito-.
Javier Morán se puso rojo y mejor volteó a otro lado, uno de los peritos se sentó y algunos policías se quitaron sus gorras para ponerlas frente a sus pantalones. El detective Ruiz era un atento espectador, cuando terminó la parte caliente del video, se rascó un testículo por encima del pantalón. Un oficial señaló que lo que seguía era el asesinato; y así lo presenciaron, en tiempo real.
-Esto, señores –dijo concluyentemente Aldo Ruiz-; esto que tenemos entre manos, es un asesinato planeado. No sé cómo diablos hizo el chotito que vivía aquí para instalar tan bien equipo de video, pero gracias a él conocemos a su asesino. Hagan capturas, mejoren la imagen y amplíen los rostros para hacer las investigaciones, por favor.
-Aún hay más, Señor –añade Morán-.
-Ah, ¿sí? ¿De qué se trata?
Caminaron hacia el cuarto de servicio y encontraron dos playeras a punto de secarse. Una sin estampados y otra con la imagen de una lata de Campbell’s.
-Ambas tienen residuos de sudor y vello corporal –continuó Morán- , los peritos harán análisis de ello. Aquí están las fotos de la escena de arriba.
-No creo necesario verlas, ya vi cómo lo hizo ese sádico. Aún tengo la curiosidad sobre la identidad de esos dos gorilas, que iban muy bien tapados. ¿Para qué querrían matar a alguien y luego secuestrar su cadáver? Teniente Palomino, si usted lo hiciera, ¿para qué lo haría?
-Eh, no lo sé. Quizás sean necrófilos.
Necrófilos. El capitán hizo nota mental de esa palabra. “Necrófilos mayates”, murmuró. Era muy pronto para concluir algo. Le encargó a Palomino que hiciera el contacto con los familiares y amigos y se retiraron de la escena, eran casi las nueve de la mañana. Se fueron a desayunar picadas a unas cuadras de ahí. Morán estaba muy preocupado, pues nunca pensó que podrían encontrarse directamente con algo así, y menos relacionado con el caso de los desaparecidos. Bebió su chocomilk con huevo y jerez y tardó en formular algunas palabras.
-No puedo asimilarlo. Hasta hace poco sólo sabía de gente muerta a través de los reportes, nunca pensé participar directamente de un caso. Al salir de la academia, todo lo que había hecho era asistir al comandante, así por algunos años. Siempre he pensado, y ahora con más razón, ¿por qué la gente odia? ¿Por qué la gente mata?
Aldo tenía un bocado de huevos con chorizo en la boca, se lo pasó por la fuerza y bebió su café con leche antes de contestar.
-Está en la naturaleza de las personas el ser salvajes, la violencia es un instinto de supervivencia. Y bien sabes que las personas y los animales a veces se sienten amenazados ante cualquier cosa, por más ridícula que sea, y creen que de ello depende su vida. Pues bien, es como eso que decían de los judíos y su complot internacional, que de todos modos resultó cierto, hizo que los nazis buscaran sobrevivir a ello a través del holocausto. Sí, es un ejemplo muy exagerado, pero es lo único que se me ocurrió ahora.
Las preguntas continuaron en torno al perfil sicológico del asesino y la razón por la que hizo lo que hizo. ¿Era un crimen pasional? Idea descartada. Un asesino serial, quizás. Y si es así, ¿por qué molestarse tanto con una cita y esas cosas? Era un sádico, uno muy bien organizado y con personas detrás de él. Si es un asesino serial respaldado, ¿por qué dedicarle tanto tiempo a una víctima? ¡Coño! Me cagan esos misterios complejos de los asesinos como molestarse en llevar rosas para una cita.

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